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Manos ofreciendo, óleo de Anna Arderiu Gil (Alemania) |
Por Astarté
León, España.
Con estas manos dibujé en tu cuerpo
aquel país de
extrañas lejanías,
y un mar
enamorado del silencio
con su misterio
de asombradas islas.
(Alberto
Cortés, Canción para mis manos)
Despertó
y vio que sus manos estaban repletas de incomprensibles abismos, algunos
profundos; otros, más superficiales. Y bien, mejor tenerlas rotas que vacías, pensó;
sobre todo, porque en tal estado sus manos representaban la constancia de estar
vivo aún. Y además, porque sabía muy bien que las pasiones, si son
desenfrenadas, al igual que el viento, tarde o temprano terminan erosionando la
piel y despedazando la carne (por no decir el alma). En fin, que en la
habitación de aquel hotel permanecían él y sus aventuras dibujadas en sus manos,
las cuales, quizás, estaban rotas de tanto usarlas (probablemente sí)... ¡Benditas
las pasiones!... Virilidad, hambre saciada en cuerpos extraños. (A veces,
también en cuerpos conocidos que luego llegaban a parecerles extraños). Y es que
con esas manos había dado la vuelta al
mundo, robando ilusiones y amasando victorias que alimentaban su insatisfecho ego
de varón dominante. Sin embargo, a pesar de tantas dudas, lo cierto
era que sus manos, ésas que antes esculpieran caricias y desencadenaran
vibraciones extremas no eran ya las mismas. Pues ahora, si bien entrelazadas y
en reposo, estaban a punto de quebrarse cual esculturas de barro bajo la acción
de un terremoto.
Claro,
como hombre había navegado sin límites en el mar de la experiencia y ya nada
podría resultarle inquietante. Por ello, a pesar de su sorpresa, no se inmutó
en lo absoluto ante la incomprensión. (Todo lo absurdo es real, ¿no?) Porque, al
final, nada había que entender: él estaba allí, y aunque transformadas, esas
manos seguían siendo las suyas y no piezas de museo, ni nada por el estilo.
Entonces, simplemente, se detuvo a observarlas, igual que haría un niño al
descubrir un cuadro impresionista de Paul Wright entre sus juguetes más
preciados. Y así, observándolas, inició una especie de estudio ¡tan minucioso!
como el que podría realizar el mejor de los científicos. Para encontrar algo
nuevo en ellas, algo que explicara el misterio de su quiebra.
De
esta forma, comenzó por analizar las características de cada hendidura,
clasificándolas de acuerdo con parámetros como la longitud y la profundidad. Le
importaba descubrir, ante todo, cuál de todas las incomprensibles grietas era
la más peligrosa, por donde quizás había escapado una mayor cuota de felicidad.
Y nada: las conclusiones no fueron demasiado alentadoras. Porque más allá de los
datos visibles, descubrió la existencia de pozos sin fondo abiertos por la
soledad y el despecho de un macho abandonado; esos que explicaban por qué, en
los últimos años de su vida, había dejado huir el amor reteniendo sólo deseos
erosivos.
Tenía,
por tanto, que tomar alguna medida urgente. Necesitaba hacer alguna acción de
salvamento antes de perder para siempre aquellas manos. Y pensó que, a pesar de
estar rotas, éstas todavía podían permitirle producir y sacar a la luz
sentimientos que, por vanidad, había mantenido ocultos en su pecho desde hacía
mucho tiempo.
Y
fue así que probó a escribir. A pesar del dolor que le provocaba sujetar la pluma
entre sus dedos quebradizos, a pesar de la insoportable sensación provocada por
las heridas y las llagas, probó a escribir de nuevo.
Y
escribió un poema a la memoria.
Y
luego, tomando el pincel, dibujó con sus manos rotas un enorme corazón.
Tal
vez, desde un extraño país, ella estaría leyendo ésa, su última carta de amor.