Por: Rosa Marina González-Quevedo.
León, España.
¿Cuánto
nos pueden separar a veces las palabras? ¿Cuánto éstas nos pueden hacer sentir
diferentes?
Hace
algunos años conocí a un chico catalán en un vuelo Madrid-La Habana, una
persona jovial y amable con quien conversé durante las diez horas que duró el
viaje. Él había llegado a la capital cubana como turista independiente, con
vistas a alojar durante quince días en un apartamento particular (previamente
reservado a través de internet). En fin, que a pocos días de su llegada, el
extranjero sufrió un percance que le obligó a abandonar su albergue de forma
abrupta. Y así, viéndose momentáneamente
“en la calle”, me llamó al número de teléfono que previamente le había dado en el
aeropuerto al despedirnos:
─Rosa,
estoy en un aprieto y necesito ayuda ─me pidió desesperado.
Y
yo, por supuesto, le brindé albergue en nuestra casa, donde vivo con mi madre y
mi tía cada vez que voy a mi país de origen. Pues nada, sucedió que aquella noche,
poniendo pies en polvorosa, mi nuevo amigo tomó un taxi y se presentó lo más
rápido que pudo en nuestro portal. Y mi madre, al verle llegar (y no habiendo
visto el taxi), le preguntó:
─ ¿Y
en qué viniste?
─En
coche ─respondió el chico.
Entonces
mi madre, perpleja ante tal respuesta, no pudo evitar su admiración:
─
¿En coche a estas horas? ─Valga decir que eran cerca de las dos de la
madrugada─ Y si viniste en coche, ¿cómo es que no sentimos los caballos?
Por
supuesto, mi madre no entendía la diferencia de significado entre «carro» (tal y como se suele llamar en
Cuba al automóvil) y «coche» (término usado en España para designar el
automóvil y en Cuba para designar una carroza tirada por caballos).
Por
aquel entonces yo residía en Italia, país de lengua extranjera, en el cual tuve
que asumir la dificultad de comunicación que conlleva el uso de un idioma
diferente.
Luego
pasaron los años. Y me vine vivir a
León.
Pensaba
que por hablar la misma lengua no tendría dificultades idiomáticas. Sin embargo,
gran chasco fue el mío cuando me dijeron por primera vez: «Nos vemos mañana a
la salida del curro». Porque hasta ese momento, el único curro del cual yo
había escuchado hablar era ése del refrán popular «estar como el curro en la fiesta».
Y no sabía si tenía que esperar a mi conocido a la salida de algún sitio
llamado «CURRO», tal vez algún cine con ese nombre... Porque para mí era una
absoluta novedad esa palabra, igual que otras del lenguaje coloquial español:
«Flipar», por ejemplo... que era una palabra que sólo me conducía a la serie
televisiva estadounidense “Las aventuras de Flipper”...
Y entonces «flipar», tal vez, tendría que ser un término relacionado con los
delfines...
Y
tantas frases incomprensibles como, por ejemplo: «ser un cazurro», «eso me mola»,
«estar de coña», «comerse el marrón», «ser un quinqui o ser un friqui»...
Palabras y frases que a diario descubro, palabras y frases que los oriundos de
esta tierra usan y que en un primer momento tiendo a adivinar o, más
sabiamente, a preguntar qué significan.
Sin
embargo, a veces ha sucedido lo contrario. Recuerdo que, en cierta ocasión, fui
a la peluquería y le pedí a la peluquera que «me pelara». Entonces, sin el
menor escrúpulo, ella se mofó de «mi mal uso de la lengua» y hasta quizás me
tildara de ignorante:
─Aquí
pelamos a los animales. A las personas les cortamos el pelo ─me respondió la
docta peluquera, sintiéndose en aquel instante segura de estar en total poseso
de las palabras.
Y me
pregunto ¿por qué no abrirnos al uso de la propia lengua para aprender algo más
cuando las palabras nos resultan extrañas? ¿Por qué no intercambiar las
palabras llevándolas a un uso común, en vez de quedarnos en un trono ocasional
construido para dar lecciones de cómo hay que hablar «en casa»? ¿Hay reglas acaso para un Español que hoy por
hoy aspira a ser Panhispánico? ¿No sería mucho mejor preguntar y ampliar el
léxico?
Cierto
es que «al País que fueres haz lo que vieres». Pero aceptar y aprender el uso
de la lengua más allá de las propias fronteras nos permite ser cada vez más
libres e integrados. Pero, por supuesto, en semejante empresa, el extranjero no
es el único que debería «currarse el aprendizaje» en tierra extraña; no al
menos para convivir en un planeta llamado TIERRA y en una familia llamada HUMANIDAD.