«De todas formas, aunque no nos queda demasiado tiempo, dame la oportunidad de intentarlo. Sí. De intentarlo he dicho. Hacer el intento... Al menos eso, ¿no?»; no recuerdo si dijo algo más antes de largarse. Recuerdo, sin embargo, su silueta a través del cristal de la puerta. Parecía frágil. Y luego, nada más. Se fue y punto. ¿Qué quieres que te diga, maja?... ¿Te tomas un café?... Anda, siéntate, que no te saldrán raíces por estar ahí, como una estaca... ¡Figúrate!, yo que me paso el día de aquí para allá no soporto estar de pie por más de cinco minutos, mucho menos con estos tacones a los que me obliga la vida... ¡Jajaja!... Dime si el café está bien de temperatura... ¿Sí?... ¿Cuánto te pongo de azúcar? ¿Una cucharadita rasa?... Ah, lo tomas igual que yo. No soporto el café muy dulce. Y ya casi tampoco soporto la música demasiado alta...como la de la vecina... que alardea de estar pletórica de alegría.
Y bien, como te estaba diciendo, se fue sin más ni más. Pero lo conozco. Volverá. Conozco a ese hijo de la gran zorra, malagradecido... Y yo, la zorra que lo parió. «¡Déjame ser feliz, mamá!», eso me dijo. Y ¡dime tú qué quería! Pues, nada más y nada menos que irse de mi habitación a dormir solo. Dijo que ya era adulto y que deseaba dormir solo. SOLO, así como suena... ¿Y yo qué? Yo, que le he dado los mejores años de mi juventud, que me he quitado de comer para que él comiese, que lo he mimado y protegido tanto... ¿Y yo qué?
El viejo bibliotecario pasa otra página. De vez en cuando selecciona algún texto al azar para matar el tiempo y las polillas; sobre todo, el tiempo, que no pasa entre tantos y tantos libracos olvidados. Se niega a servirse de las ventajas que la era digital le ofrece; por ejemplo, prefiere aún los catálogos físicos de tarjetas a aquellos de la red. Lo cierto es que esta biblioteca le está resultando ya una carga difícil de llevar a cuestas. Su espalda se encorva. Sus piernas se hacen cada vez más débiles. Por ello, al azar, selecciona textos para una lectura muy somera... a ver qué libro tirar y cuál dejar allí, empotrado para siempre en su pecho.
Tenía treinta años cuando abandonó el hogar materno. Hasta aquel entonces, dormía en la cama de su madre. A su lado. Y ella le acariciaba el cabello y le exigía rezar un Ave María antes de apagar la luz. Y él, que lo único que le pedía era una habitación donde poder hacerse hombre..., sin el osito de peluche que ella le obligaba a mantener entre sus brazos..., sin la Santa Biblia..., sin patéticas rememoraciones como aquella del primer diente de leche...
¡Pero la vida es tan breve! Pasan los años y no nos damos cuenta. Y él, continuaba leyendo demasiados libros; los catalogaba y acomodaba ordenadamente en tristes estantes. Con tomos, folios y todo lo demás.
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