Nota de la autora:
Se avecina el Otoño. En breve los verdes bosques del verano se teñirán de los más caprichosos colores entre tonos ocres, violetas, dorados... Y luego quedarán hojas secas, pero vivas. Invito a los lectores de Los días de Venus en la Tierra a compartir esta historia que desea a todos un otoño sereno.
R.M.G-Q.
Por Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
León, España.
Cuenta la historia que en un lugar del bosque (de
su pequeño e íntimo bosque) dejó trazado el proyecto de sus últimos días. Días,
por demás, extraños (por tanto, memorables). Días que, para no olvidarles, los
encerró en una caja de caudales, una caja vacía que a partir de aquel momento quedaría llena de hojas secas, una
caja que dejó a merced del tiempo en un mar de naturaleza viva, el bosque que siempre amó.
No había más que verle acariciar los árboles para
darse cuenta de su especial relación con ellos. Les consideraba sus amigos de
siempre. A menudo, les hablaba. Y les contaba anécdotas de su vida, repasando,
una por una, el tránsito veloz de sus estaciones personales: su primavera
juvenil, cuando los sueños proliferaban como flores en su piel repleta de ilusiones;
su verano impetuoso, cuando tenía tanta fuerza en el alma que podía derrumbar
murallas de piedras a su paso... Y también algo de su invierno, cuando la nieve y la soledad quemaban su energía,
transformándola en cenizas.
Pero de todas sus estaciones personales, el otoño
era aquella más significativa, precisamente por ser el tiempo de recoger hojas
caídas: para él, las hojas secas representaban un enorme caudal y nadie lo
sabía; eran retales de vida aparentemente deshechos que le servirían algún día para cubrir su cuerpo inmóvil por toda la eternidad; su cuerpo que estaba
envejeciendo, paralizándose día a día. Por
eso, en sus noches de invierno se ocupaba bien en conservar las tardes del otoño (quién sabe si éste sería el
último de sus otoños) con el mismo celo que había siempre curado sus mañanas de sol.
No tenía herederos. Algún sobrino desconocido, hijo
de algún hermano también desconocido en una ciudad desconocida... Eso era lo
mismo que nada. Sobre todo, porque su entera fortuna estaba allí, en una caja de
caudales llena de hojas secas y no en una cuenta bancaria, ni en un palacio
lleno de riquezas acuñadas en dinero. Era, en fin, un pobre entre los más
pobres... En resumen, él no tendría que preocuparse en dejar a nadie un testamento de su miseria. Cuando llegaran los días de nieve, cuando el
viento frío abriera las ventanas de su cabaña y apagara su hoguera; cuando él,
yerto, no pudiera andar para encender de nuevo el fuego, tendría al menos hojas
para cubrirse el cuerpo. Que si bien una pequeña caja de caudales era un
espacio muy reducido para almacenar gran número de ellas, estaba claro que, por
lo menos, era éste un buen proyecto digno de faraones que preparan su alma para vivir en la eternidad.
Y nada más que contar. En realidad, no sé cuándo pudo haber sido escrita esta fugaz historia de amor que no habla de pasiones ni de idilios, pero que deja un mensaje extraordinario a todo buen observador:
Caminemos y entremos en el bosque que nos crece por dentro. Hallaremos
un tesoro escondido en una caja olvidada por la gente. Tal vez, ello será suficiente para descubrir cuánto vale la vida cuando la muerte, implacable
pero condescendiente, deja vivas hojas secas en la leyenda de
cualquier viejo leñador.
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