PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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lunes, 10 de septiembre de 2018

Hojas secas (Relato de un viejo leñador).


Nota de la autora:

Se avecina el Otoño. En breve los verdes bosques del verano se teñirán de los más caprichosos colores entre tonos ocres, violetas, dorados... Y luego quedarán hojas secas, pero vivas. Invito a los lectores de Los días de Venus en la Tierra a compartir esta historia que desea a todos un otoño sereno.

R.M.G-Q.







Por Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
León, España.

Cuenta la historia que en un lugar del bosque (de su pequeño e íntimo bosque) dejó trazado el proyecto de sus últimos días. Días, por demás, extraños (por tanto, memorables). Días que, para no olvidarles, los encerró en una caja de caudales, una caja vacía que a partir de aquel momento quedaría llena de hojas secas, una caja que dejó a merced del tiempo en un mar de naturaleza viva, el bosque que siempre amó.

No había más que verle acariciar los árboles para darse cuenta de su especial relación con ellos. Les consideraba sus amigos de siempre. A menudo, les hablaba. Y les contaba anécdotas de su vida, repasando, una por una, el tránsito veloz de sus estaciones personales: su primavera juvenil, cuando los sueños proliferaban como flores en su piel repleta de ilusiones; su verano impetuoso, cuando tenía tanta fuerza en el alma que podía derrumbar murallas de piedras a su paso... Y también algo de su invierno, cuando  la nieve y la soledad quemaban su energía, transformándola en cenizas.

Pero de todas sus estaciones personales, el otoño era aquella más significativa, precisamente por ser el tiempo de recoger hojas caídas: para él, las hojas secas representaban un enorme caudal y nadie lo sabía; eran retales de vida aparentemente deshechos que le servirían algún día para cubrir su cuerpo inmóvil por toda la eternidad; su cuerpo que estaba envejeciendo, paralizándose día a día. Por eso, en sus noches de invierno se ocupaba bien en conservar las tardes del otoño (quién sabe si éste sería el último de sus otoños) con el mismo celo que había siempre curado sus mañanas de sol.

No tenía herederos. Algún sobrino desconocido, hijo de algún hermano también desconocido en una ciudad desconocida... Eso era lo mismo que nada. Sobre todo, porque su entera fortuna estaba allí, en una caja de caudales llena de hojas secas y no en una cuenta bancaria, ni en un palacio lleno de riquezas acuñadas en dinero. Era, en fin, un pobre entre los más pobres... En resumen, él no tendría que preocuparse en dejar a nadie un testamento de su miseria. Cuando llegaran los días de nieve, cuando el viento frío abriera las ventanas de su cabaña y apagara su hoguera; cuando él, yerto, no pudiera andar para encender de nuevo el fuego, tendría al menos hojas para cubrirse el cuerpo. Que si bien una pequeña caja de caudales era un espacio muy reducido para almacenar gran número de ellas, estaba claro que, por lo menos, era éste un buen proyecto digno de faraones que preparan su alma para vivir en la eternidad.

Y nada más que contar. En realidad, no sé cuándo pudo haber sido escrita esta fugaz historia de amor que no habla de pasiones ni de idilios, pero que deja un mensaje extraordinario a todo buen observador:

Caminemos y entremos en el bosque que nos crece por dentro. Hallaremos un tesoro escondido en una caja olvidada por la gente. Tal vez, ello será suficiente para descubrir cuánto vale la vida cuando la muerte, implacable pero condescendiente, deja vivas hojas secas en la leyenda de cualquier viejo leñador.