PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 19 de junio de 2015

El ciclo de la piel.

Por Astarté.
León, España.

(A veces pensamos que nada debemos a la piel cuando nada somos sin ella).

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  La piel que me cubre es la misma que respira y que llora y come y bebe en el ciclo de las estaciones. Bajo el sol, en su campo de verano, quema. Se repleta de estrías para anunciar el devenir del tiempo. Observo el movimiento de sus poros que se abren y se cierran cuan boquitas que muerden.

VERANO
Sus dientes roen mi corteza que arde como leña al fuego. 

Y cuando ya no puede más de tanto mordisquear; cuando el cuerpo y el alma y el calor la hartan, inicia el otoño. Rojo, amarillo, transparente como es no dice demasiado. Pero ella (la piel) sabe exactamente cuando llega. Su irrebatible intuición lo percibe en forma de conos coloreados por el ámbar cual país de seres mitológicos. Así, se adentra en ese territorio. Sus poros penetran el camino y entran en el bosque donde hay un banco vacío que la aguarda. Y cansada como está (el verano ha sido largo), permanece allí, solitaria aunque hambrienta.
OTOÑO
 (Esta vez, sueña con comer castañas...). 

Y cuando se harta del satén amarillento cosquilleando la tierra se va todavía más lejos. Abriéndose paso entre las ramas, bosque adentro, atraviesa el hilo de su superficie. Y la luz, que ahora es tenue, anticipa la llegada del invierno. Ya los rayos del sol no la queman ni seducen. Pero el blanco color de la marea de pinos la atrae como canto de sirenas. Sumergida en el tenue resplandor juega a ser todo lo que sabe ser. Dulce, agazapada en su campo de lana de ovejas, atiza el fuego. Sus brazos se abren, cierran las ventanas y las puertas del hogar. Se estrecha en su raíz profunda; sus poros se reducen. Canta villancicos en diciembre y canciones de mar en febrero con los pescadores. Se lanza al océano de su simplicidad y como ramo de flores brota otra vez...



INVIERNO











Y después, borracha de tanto inhalar el aroma de la primavera, desnuda en su campo de amapolas duerme para despertar de nuevo.


PRIMAVERA

lunes, 15 de junio de 2015

Monólogo detrás de la cortina.


Por Astarté.
León, España.

   (¡Ja ja ja ja ja!)... Sin que se dieran cuenta, me escurrí. No por gusto me siento siempre en la última fila. La puerta había quedado entreabierta y... ¡zum! Volé hacia fuera como una mosca. (Esos bichos entran y salen de las habitaciones a una velocidad increíble...). De antemano, había calculado escapar en la segunda parte del espectáculo, cuando el venerable fanfarrón entrara de la reunión en el bar con sus semejantes, se acomodara de nuevo en el podio de los idiotas y reiniciara su discurso. Sí. No es necesario que me digas que estoy hecha una bocazas y que, de cuatro palabras que digo, tres son ofensivas. Ya lo sé. Y ahora tú, ¡mírate! ¿Qué ves? Porque, si deseas saber qué veo yo, te diré que... ¡nada! ¡Absolutamente, nada! O sí. Veo algo así, más o menos, como si fuera un espectro de persona que se mantiene en pie para salir a escena. Sin embargo, cada vez que puedo, escapo. (Creo que me están cazando la pelea. Ellos saben que me escurro por la puerta entreabierta. En lo adelante, debo andar con pies de plomo...). Y cerró la cortina. Se quitó la peluca. Su cráneo era blanco y liso. En su cara quedaban aún restos de maquillaje. Era domingo, día de visitas de parientes. Aquellos que le quedaban y que iban, de vez en cuando, a verla. 

miércoles, 3 de junio de 2015

Tres historias de remos.



Un barco naufragado, obra de Carlos Haes (1883).




Por Astarté.
León, España.


Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla.Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroída, absorbiendo todo lo que de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro del cual se sostenía (como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared). A duras penas, se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, del tronco de un árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...
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El Balandrito, de Joaquín Sorolla (1909)
Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario, salvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto. Sí. Pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...
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Niña en la playa, de Joaquín Sorolla (1910).
El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la historia de unos remos descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, así me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología griega. La diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi padre recuperó su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote en el que estaba abandonada, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.