Por Astarté.
León, España.
(¡Ja ja ja ja ja!)... Sin que se dieran cuenta, me escurrí. No por gusto
me siento siempre en la última fila. La puerta había quedado entreabierta y...
¡zum! Volé hacia fuera como una mosca. (Esos bichos entran y salen de las
habitaciones a una velocidad increíble...). De antemano, había calculado
escapar en la segunda parte del espectáculo, cuando el venerable fanfarrón
entrara de la reunión en el bar con sus semejantes, se acomodara de nuevo en el
podio de los idiotas y reiniciara su discurso. Sí. No es necesario que me digas
que estoy hecha una bocazas y que, de cuatro palabras que digo, tres son
ofensivas. Ya lo sé. Y ahora tú, ¡mírate! ¿Qué ves? Porque, si deseas saber qué
veo yo, te diré que... ¡nada! ¡Absolutamente, nada! O sí. Veo algo así, más o
menos, como si fuera un espectro de persona que se mantiene en pie para salir a
escena. Sin embargo, cada vez que puedo, escapo. (Creo que me están cazando la
pelea. Ellos saben que me escurro por la puerta entreabierta. En lo adelante,
debo andar con pies de plomo...). Y cerró
la cortina. Se quitó la peluca. Su cráneo era blanco y liso. En su cara
quedaban aún restos de maquillaje. Era domingo, día de visitas de parientes. Aquellos que le quedaban y que iban, de vez en cuando, a verla.