La Habana, Cuba. |
Fue en la tarde del 14 de septiembre de 1997 que
dejé la isla. Recuerdo a mis padres siguiéndome con la mirada desde la base de la escalera, en el Aeropuerto «José Martí». Con
sonrisas de payasos disfrazados para una función de circo y lágrimas en el
corazón, se despedían de mí y veían cómo me hacía cada vez más pequeña hasta
desaparecer en el recodo de la planta superior, donde estaba la puerta de salida
hacia el avión de Cubana que me llevaría a Roma. Habían transcurrido más de
cuarenta y cinco días de haber presentado los documentos (la retahíla de
ellos) a la policía de
inmigración, ente infernal más sabueso que Can Cerbero, siempre en guardia
para poner zancadillas a quienes intentábamos escapar de sus garras… Y ¡por fin!,
tras una agonía que duró eones, pude dejar el territorio nacional con la frente no marchita y sin que las nieves del tiempo platearan mi sien,
pues como emigrante era aún joven y cargaba en mi maleta, más que ropa, suficientes ilusiones para empezar de nuevo a vivir.
¿Cuántos hemos recorrido el mismo camino? Supongo que esta cifra se ha diluido entre el mar y el cielo, pensando en la incontable cantidad de cubanos que hemos dejado atrás la querida tierra de la siguaraya para adaptarnos a lo que venga; muchos como yo, por vía aérea y con alguien esperándome; otros, lanzando al mar sus balsas fabricadas en el traspatio de una humilde casa, construidas con maderas robadas en algún almacén del gobierno y claveteadas con tirafondos extraídos de puertas o ventanas. Y así, pienso en mis amigos y en la gente del barrio… O dicho mejor aún, en la gente de los barrios en los que viví desde mi infancia hasta que logré escabullirme del báratro isleño. «Cada vez me quedan menos amigos en el barrio, unos porque se fueron a esa diáspora, otros porque se han mudado de lugar, otros porque se han muerto», son palabras de Leonardo Padura en su entrevista para el diario El Mundo del 2 de septiembre de 2025; palabras dichas muy recientemente y con la lucidez de quien presencia la muerte de un sistema social. Y es que Padura vive en el barrio habanero de Mantilla (no me explico por qué se ha quedado en la boca del león) presenciando el desastroso fin de lo que fuera el ideal de los revolucionarios del mundo… En fin, que hablando de exilio cubano (especialmente de aquel que se destapó a partir de 1959), podríamos referirnos a varias generaciones de emigrantes que se corresponden con las seis décadas que ha durado la dictadura.
La primera generación es la de los años sesenta, cuando Caballo Cojonudo mantenía escondidos entre las piernas sus huevos de emperador déspota y hacía cuentacuentos sobre una sociedad de beneficios con los humildes, por los humildes y para los humildes. En estos primeros años, los «gusanos» traidores apelaban a reclamaciones de parientes, quienes, antes de 1959, habían emigrado a USA o a España o a países de Latinoamérica asentándose como dignos ciudadanos. Pero otros, los más desafortunados, empezaron a utilizar lanchas o balsas para cruzar el estrecho de La Florida. Fue este un período en el que gran parte de profesionales abandonó el país, dejando un vacío enorme en áreas como las de la atención sanitaria, la industria y el comercio.
· En la década venidera se registraron, sin embargo, los índices más bajos del exilio histórico
cubano. El Gran Cacique Caballo Cojonudo había decretado 1970 como el año
en que se lograría la exitosa producción de diez millones de toneladas de
azúcar, cifra que representaba una victoria del socialismo contra los luciferinos
vecinos del Norte, pero que, contrariamente a lo programado, jamás fue alcanzada. No obstante, ¡caray!, si no se producía
demasiada azúcar, se obtendrían al menos otras cosas; por ejemplo, medallas de oro
en certámenes deportivos internacionales y música revolucionaria dispuesta a vencer en la dura batalla contra el hit parade de las emisoras del enemigo. Mientras tanto, ¡guerra abierta a la ideología burguesa! Y los que hablaban inglés, ¡abajo sus cabezas por ser precursores del llamado diversionismo ideológico!… Y los
maricones, ¡abajo sus cabezas por ser débiles de carácter y por consecuencia indignos hijos de la Patria!… Y los religiosos, ¡abajo sus cabezas por ser los sembradores del opio del pueblo!… Cuántos de ellos fueron a
la cárcel o a aquellos campos de trabajos forzados conocidos como UMAP (Unidades
Militares de Apoyo a la Producción).
·
Y así, en medio de la represión política y del asfixiante racionamiento de los bienes de uso y consumo, sobrevino otra generación de emigrantes, en esta ocasión
trascendental: entre abril y octubre de 1980, tras los incidentes de las
embajadas de Perú y Venezuela en La Habana, más de 125,000 cubanos partieron
desde el puerto del Mariel hacia Estado Unidos. Y como no había huevos para controlar la situación económica y social del país, Caballo Cojonudo abrió las puertas del mar (que son bien anchas) a todo aquel que quisiera irse…
y de paso, sacó de las cárceles a delincuentes y de los manicomios a personas
con problemas psiquiátricos para meterlos a la fuerza en los barcos de quienes
venían a buscar a sus parientes, que ese era el precio que debían pagar: limpiar a Cuba de la escoria a cambio de llevarse a los suyos. Y
fue en esta oleada del exilio truculardiano que los C.D.R. organizaron aquellos
actos de repudio en los que sacaban a la calle, cual condenados por la
Inquisición y a veces usando incluso la violencia, a quienes habían programado marcharse: familias enteras fueron paseadas por los barrios, insultadas, escupidas, apedreadas; un horror que no quiero recordar más de lo debido, si acaso es debido recordarlo.
· Entonces llegaron
los años noventa, sí. Y con ellos, el famoso «Período Especial» en el que solo comíamos
col y patatas en todas sus modalidades, someramente acompañadas de un panecillo al día y con las escasas esperanzas de —tal vez—
devorar una apetitosa ala de pollo los domingos. La Perestroika había traído por consecuencia el debilitamiento de las
relaciones entre Truculandia y la descompuesta Unión Soviética. Luego, con la caída del
Muro de Berlín, el hambre y la incertidumbre se convirtieron en malas consejeras, pues ingerir un huevo a la
semana no aportaba suficientes calorías para pedalear una bici… Y bueno, sucedió lo que
la desesperación imponía: el 13 de julio de 1994, sesenta y ocho personas
secuestraron un remolcador para escapar hacia el añorado Norte. Sin embargo, los
temerarios disidentes fueron interceptados por lanchas guarda-fronteras,
resultando ahogadas en el trance treinta y siete personas. Fue así que en agosto de ese mismo
año estalló el «Maleconazo», cuando cientos de habaneros salieron a las calles
para protestar contra el régimen… Y visto lo visto, y como hacer otra buena
limpieza de «escoria» resultaba buen plan (porque a menos gente que alimentar,
mejor), el Gran Cacique, también en esta ocasión, dejó las puertas del mar
abiertas a todo aquel que deseara irse. Lo demás fue consecuencia de tal apertura: la llamada crisis de los
balseros, ola migratoria gigantesca de hombres, mujeres y niños que se lanzaron al estrecho de La Florida. Y ante semejante desbandada, el cierre de las fronteras marítimas por parte del gobierno americano no se hizo esperar, habilitándose de inmediato la Base Naval de Guantánamo como refugio forzoso o cárcel de balseros a la espera del rescate.
· Había, pues, que tomar medidas urgentes para controlar el terrible fenómeno migratorio. Y para ello, a mediados de los noventa, la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, de acuerdo con las autoridades truculardianas, instauró el sistema «bombo», en el que apuntándote en una lista podías ser seleccionado como posible emigrante. Simultáneamente, México abrió su frontera norte y Ecuador permitió la entrada de exiliados de la isla caribeña en tránsito hacia el territorio norteamericano, incrementándose de tal forma vías terrestres de emigración; eso sin contar las continuas escapadas hacia Europa de centenares de cubanos, bien por matrimonio, bien por trabajo o estudios, bien por ser atletas o bailarines del Ballet Nacional…
E En fin, en el año 2000 y durante toda la primera década del nuevo milenio, salir de Truculandia hacia el extranjero se había convertido en un acontecimiento legalizado por las trampas del poder del régimen: mayor fuera la cifra de residentes en el extranjero, más dinero llegaría al Banco Nacional de Cuba… Porque hemos sido los emigrantes, escorias, gusanos, traidores de la Patria y la Revolución quienes hemos mantenido las arcas del sistema con o sin quererlo: en el infierno, quien más y quien menos ha dejado a alguien que necesita amparo.
Y En la actualidad, la situación es dramática. Muchos han vendido su casa y otros la han dejado a merced del azar para irse a donde sea y como sea. Hoy, Truculandia es un punto invisible destinado a disolverse en el caos. En mi caso, he perdido la noción de los años allí vividos: como he dicho antes, partí con mi maleta cargada de ilusiones en septiembre de 1997, dejando atrás lo que, hasta el Sol de hoy, me ha resultado imposible negar: la familia y la memoria. Por la familia me he mantenido ligada, lo quiera o no, al surrealismo de un pedazo de tierra llamado nación cubana; por la memoria, vivo navegando en los recuerdos de tantos momentos felices y tristes en los que creía que, por ninguna razón, iría a formar parte de ese éxodo que nunca vio pasar la guerra, aunque sí la esperanza.