PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




lunes, 22 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (III)

 



La Habana, Cuba.


Fue en la tarde del 14 de septiembre de 1997 que dejé la isla. Recuerdo a mis padres siguiéndome con la mirada desde la base de la escalera, en el Aeropuerto «José Martí». Con sonrisas de payasos disfrazados para una función de circo y lágrimas en el corazón, se despedían de mí y veían cómo me hacía cada vez más pequeña hasta desaparecer en el recodo de la planta superior, donde estaba la puerta de salida hacia el avión de Cubana que me llevaría a Roma. Habían transcurrido más de cuarenta y cinco días de haber presentado los documentos (la retahíla de ellos) a la policía de inmigración, ente infernal más sabueso que Can Cerbero, siempre en guardia para poner zancadillas a quienes intentábamos escapar de sus garras… Y ¡por fin!, tras una agonía que duró eones, pude dejar el territorio nacional con la frente no marchita y sin que las nieves del tiempo platearan mi sien, pues como emigrante era aún joven y cargaba en mi maleta, más que ropa, suficientes ilusiones para empezar de nuevo a vivir.

¿Cuántos hemos recorrido el mismo camino? Supongo que esta cifra se ha diluido entre el mar y el cielo, pensando en la incontable cantidad de cubanos que hemos dejado atrás la querida tierra de la siguaraya para adaptarnos a lo que venga; muchos como yo, por vía aérea y con alguien esperándome; otros, lanzando al mar sus balsas fabricadas en el traspatio de una humilde casa, construidas con maderas robadas en algún almacén del gobierno y claveteadas con tirafondos extraídos de puertas o ventanas. Y así, pienso en mis amigos y en la gente del barrio… O dicho mejor aún, en la gente de los barrios en los que viví desde mi infancia hasta que logré escabullirme del báratro isleño. «Cada vez me quedan menos amigos en el barrio, unos porque se fueron a esa diáspora, otros porque se han mudado de lugar, otros porque se han muerto», son palabras de Leonardo Padura en su entrevista para el diario El Mundo del 2 de septiembre de 2025; palabras dichas muy recientemente y con la lucidez de quien presencia la muerte de un sistema social. Y es que Padura vive en el barrio habanero de Mantilla (no me explico por qué se ha quedado en la boca del león) presenciando el desastroso fin de lo que fuera el ideal de los revolucionarios del mundo… En fin, que hablando de exilio cubano (especialmente de aquel que se destapó a partir de 1959), podríamos referirnos a varias generaciones de emigrantes que se corresponden con las seis décadas que ha durado la dictadura.

La primera generación es la de los años sesenta, cuando Caballo Cojonudo mantenía escondidos entre las piernas sus huevos de emperador déspota y hacía cuentacuentos sobre una sociedad de beneficios con los humildes, por los humildes y para los humildes. En estos primeros años, los «gusanos» traidores apelaban a reclamaciones de parientes, quienes, antes de 1959, habían emigrado a USA o a España o a países de Latinoamérica asentándose como dignos ciudadanos. Pero otros, los más desafortunados, empezaron a utilizar lanchas o balsas para cruzar el estrecho de La Florida. Fue este un período en el que gran parte de profesionales abandonó el país, dejando un vacío enorme en áreas como las de la atención sanitaria, la industria y el comercio.

·         En la década venidera se registraron, sin embargo, los índices más bajos del exilio histórico cubano. El Gran Cacique Caballo Cojonudo había decretado 1970 como el año en que se lograría la exitosa producción de diez millones de toneladas de azúcar, cifra que representaba una victoria del socialismo contra los luciferinos vecinos del Norte, pero que, contrariamente a lo programado, jamás fue alcanzada. No obstante, ¡caray!, si no se producía demasiada azúcar, se obtendrían al menos otras cosas; por ejemplo, medallas de oro en certámenes deportivos internacionales y música revolucionaria dispuesta a vencer en la dura batalla contra el hit parade de las emisoras del enemigo. Mientras tanto, ¡guerra abierta a la ideología burguesa! Y los que hablaban inglés, ¡abajo sus cabezas por ser precursores del llamado diversionismo ideológico!… Y los maricones, ¡abajo sus cabezas por ser débiles de carácter y por consecuencia indignos hijos de la Patria!… Y los religiosos, ¡abajo sus cabezas por ser los sembradores del opio del pueblo!… Cuántos de ellos fueron a la cárcel o a aquellos campos de trabajos forzados conocidos como UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción).

·         Y así, en medio de la represión política y del asfixiante racionamiento de los bienes de uso y consumo, sobrevino otra generación de emigrantes, en esta ocasión trascendental: entre abril y octubre de 1980, tras los incidentes de las embajadas de Perú y Venezuela en La Habana, más de 125,000 cubanos partieron desde el puerto del Mariel hacia Estado Unidos. Y como no había huevos para controlar la situación económica y social del país, Caballo Cojonudo abrió las puertas del mar (que son bien anchas) a todo aquel que quisiera irse… y de paso, sacó de las cárceles a delincuentes y de los manicomios a personas con problemas psiquiátricos para meterlos a la fuerza en los barcos de quienes venían a buscar a sus parientes, que ese era el precio que debían pagar: limpiar a Cuba de la escoria a cambio de llevarse a los suyos. Y fue en esta oleada del exilio truculardiano que los C.D.R. organizaron aquellos actos de repudio en los que sacaban a la calle, cual condenados por la Inquisición y a veces usando incluso la violencia, a quienes habían programado marcharse: familias enteras fueron paseadas por los barrios, insultadas, escupidas, apedreadas; un horror que no quiero recordar más de lo debido, si acaso es debido recordarlo.

·         Entonces llegaron los años noventa, sí. Y con ellos, el famoso «Período Especial» en el que solo comíamos col y patatas en todas sus modalidades, someramente acompañadas de un panecillo al día y con las escasas esperanzas de —tal vez— devorar una apetitosa ala de pollo los domingos. La Perestroika había traído por consecuencia el debilitamiento de las relaciones entre Truculandia y la descompuesta Unión Soviética. Luego, con la caída del Muro de Berlín, el hambre y la incertidumbre se convirtieron en malas consejeras, pues ingerir un huevo a la semana no aportaba suficientes calorías para pedalear una bici… Y bueno, sucedió lo que la desesperación imponía: el 13 de julio de 1994, sesenta y ocho personas secuestraron un remolcador para escapar hacia el añorado Norte. Sin embargo, los temerarios disidentes fueron interceptados por lanchas guarda-fronteras, resultando ahogadas en el trance treinta y siete personas. Fue así que en agosto de ese mismo año estalló el «Maleconazo», cuando cientos de habaneros salieron a las calles para protestar contra el régimen… Y visto lo visto, y como hacer otra buena limpieza de «escoria» resultaba buen plan (porque a menos gente que alimentar, mejor), el Gran Cacique, también en esta ocasión, dejó las puertas del mar abiertas a todo aquel que deseara irse. Lo demás fue consecuencia de tal apertura: la llamada crisis de los balseros, ola migratoria gigantesca de hombres, mujeres y niños que se lanzaron al estrecho de La Florida. Y ante semejante desbandada, el cierre de las fronteras marítimas por parte del gobierno americano no se hizo esperar, habilitándose de inmediato la Base Naval de Guantánamo como refugio forzoso o cárcel de balseros a la espera del rescate.

·         Había, pues, que tomar medidas urgentes para controlar el terrible fenómeno migratorio. Y para ello, a mediados de los noventa, la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, de acuerdo con las autoridades truculardianas, instauró el sistema «bombo», en el que apuntándote en una lista podías ser seleccionado como posible emigrante. Simultáneamente, México abrió su frontera norte y Ecuador permitió la entrada de exiliados de la isla caribeña en tránsito hacia el territorio norteamericano, incrementándose de tal forma vías terrestres de emigración; eso sin contar las continuas escapadas hacia Europa de centenares de cubanos, bien por matrimonio, bien por trabajo o estudios, bien por ser atletas o bailarines del Ballet Nacional… 

E      En fin, en el año 2000 y durante toda la primera década del nuevo milenio, salir de Truculandia hacia el extranjero se había convertido en un acontecimiento legalizado por las trampas del poder del régimen: mayor fuera la cifra de residentes en el extranjero, más dinero llegaría al Banco Nacional de Cuba… Porque hemos sido los emigrantes, escorias, gusanos, traidores de la Patria y la Revolución quienes hemos mantenido las arcas del sistema con o sin quererlo: en el infierno, quien más y quien menos ha dejado a alguien que necesita amparo.

Y       En la actualidad, la situación es dramática. Muchos han vendido su casa y otros la han dejado a merced del azar para irse a donde sea y como sea. Hoy, Truculandia es un punto invisible destinado a disolverse en el caos. En mi caso, he perdido la noción de los años allí vividos: como he dicho antes, partí con mi maleta cargada de ilusiones en septiembre de 1997, dejando atrás lo que, hasta el Sol de hoy, me ha resultado imposible negar: la familia y la memoria. Por la familia me he mantenido ligada, lo quiera o no, al surrealismo de un pedazo de tierra llamado nación cubana; por la memoria, vivo navegando en los recuerdos de tantos momentos felices y tristes en los que creía que, por ninguna razón, iría a formar parte de ese éxodo que nunca vio pasar la guerra, aunque sí la esperanza.

viernes, 5 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (II)

 

Fachada de casa en la Habana Vieja.
Foto de junio de 2022.

                                             

   En 1961, tras los acontecimientos de Bahía de Cochinos, el gran cacique todopoderoso Caballo Cojonudo alzó su fusil en la Plaza de la Revolución. Y sin llamar a un plebiscito popular (y sin tan siquiera tirar los cocos para consultarle a Eleguá el abre-caminos), declaró el carácter socialista del país. Entonces, empezó el verdadero carnaval de los pobres, a partir del nacimiento de un estado neo-cromañónico en el que las antiguas tradiciones iban, poco a poco, transformándose en normas de un culto al sinsentido. A ese estado de adefesio geopolítico un día le di el nombre de Truculandia, designación que entra cómodamente en la nomenclatura caricaturesca del mamarracho, denominación que a día de hoy conservo para referirme a la isla del nunca jamás.

  No obstante, en el estrafalario país, la vida continuaba arropada por la solemnidad que requería la repetición del mantram surrealista «¡patria o muerte, venceremos!», abominable oración cacareada en colegios, centros de trabajo, cuadras[1], C.D.R.[2], hogares de ancianos y su puta madre. Pero también la gente aprendió a vivir con la listeza del superviviente que, no pudiendo de buenas a primeras echarse a la mar para llegar a la otra orilla, buscaba y seguía estrategias geniales, desde criar cerdos en la bañera de casa, hasta congelar dólares americanos en la nevera... Porque durante los años en que poseer el maldito dinero del enemigo era penalizado por la ley del sinsentido, los astutos supervivientes hacían rollos con los verdes billetes para luego introducirlos en el interior de un pollo congelado (cuando lo había, por supuesto), a fin de camuflarlos: era este uno de los métodos más utilizados para, en caso de chivatazo y pesquisa policial, no ir a la cárcel por tenencia ilegítima de divisas. Valga decir que si te atrapaban con la execrable moneda, podías pagar con tus huesos en la cárcel no se sabe por cuánto tiempo... Si bien un buen día, cuando las arcas del estado truculardiano se vieron en desesperada crisis, el gran cacique Caballo Cojonudo (sin convocar a referéndum, como de costumbre), dictaminó la inmediata circulación de los U.S.D. por el territorio nacional y… Uf, me doy cuenta de que debería de ser más precisa y narrar mis memorias siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos. Pero por su naturaleza, todo relajo carece de orden. Por ello, al observar mis recuerdos, la memoria se declara incapacitada de asumir una descripción lógica. De hecho, en Truculandia semejante empresa es imposible.

  Aun así, a pesar del sinsentido al que éramos sometidos, debo confesar que tuve una niñez feliz. Aprendí a leer y a escribir a los cuatro años, en una de esas escuelitas privadas familiares (una de las que aún sobrevivían en el caos) que en Cuba recibían el nombre de kindergarten. Para el día de Reyes, mi madre compraba juguetes a sobre precio en el mercado negro, por lo que estos nunca me faltaron. Luego, aunque detestaba el colegio, fingir alguna enfermedad para quedarme en casa leyendo bajo la mosquitera se me daba de maravilla. Así, calmaba mi ansiedad de niña índigo inadaptada al sistema penitenciario escolar.

 En el colegio, al cumplir los seis años de edad, la política neo-cromañónica obligaba a los peques a usar la pañoleta de pioneros por el comunismo, seremos como el Ché. Yo, sin embargo, llegué hasta el cuarto grado sin ella, gracias a la rebeldía que mantuvieron mis padres durante los primeros años del régimen. Desde luego, escapar al gobierno de la sinrazón era misión de titanes y resistir podía llegar a costar la vida. Sin embargo, analizando los daños emocionales que la aberrante estructura del sinsentido pudo haber ocasionado en mí, reconozco que de esos posibles traumas infantiles me salvé, a los siete años, al descubrir que la escritura era una puerta de escape a otra dimensión. Porque fue a los siete años que escribí mi primer libro dejando, para mi posterior supervivencia, el camino abierto a un siempre posible más allá.

(continuará).

©Rosa Marina González-Quevedo.



[1] En la arquitectura urbana, una cuadra es un espacio lineal delimitado por dos esquinas de una calle. En Cuba, una cuadra tiene una longitud estándar de cien metros.

[2] Comité de Defensa de la Revolcuión.

martes, 2 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (I)

  

La Habana, Cuba.

  ¡Silencio, que el tiempo quiere hablar! Y cuando habla el tiempo, calla el pensamiento. Pero no la memoria, serie discontinua de fotogramas indelebles que nos convierten en viajeros con rumbo al pasado. ¿Me refiero al viaje del que hablaba Henri Bergson? Posiblemente sí. O no. Lo cierto es que, remontarnos al ayer, es inevitable. Y por tal razón, no podemos renunciar a los recuerdos. En mi caso, por ejemplo, no hago el menor intento por escapar de ellos. Lo que hago es no atraparlos ni dejarme atrapar. Surge, pues, la duda de si vivir y haber vivido son una y la misma cosa. Y me pregunto entonces cuándo nacen los recuerdos. Y mi respuesta es "desde el primer respiro". O quizá desde antes, porque la memoria se hereda de generación en generación y el cigoto que fui ya venía al mundo con memoria, lo sé.

  Nací en primavera, si bien en el trópico las estaciones apenas existen. Hay una estación lluviosa que empieza en abril y termina cuando le da la gana, a veces en octubre, a veces nunca si contamos con que en octubre los huracanes traen tormentas gigantescas y que cuando entra el primer frente frío, llueve. La otra estación es seca y transcurre de diciembre a marzo con temperaturas más suaves y noches menos húmedas. En fin, Cuba es un grandísimo relajo de arriba a abajo, un desbarajuste geo-antropo-esperpéntico que alcanza su grado de expresión más elemental en el clima. En ese pedazo de tierra, el invierno, época sin rostro verdadero, a veces se jacta de llegar a 230 Celsius y le saca la lengua a los frioleros invitándolos a ponerse los abrigos. ¡Y qué abrigos, caray! Una amiga llamaba al invierno cubano "el carnaval de los pobres" y acertaba con la definición, pues la gente, al no tener por costumbre el frío, se abriga como puede y tira del trapo que sea para cubrirse el lomo sin mirar demasiado los caprichos de la moda.

  Cuando era niña, mi madre me ponía vestidos de pana y terciopelo que me cosía mi abuela, sobre todo para no desperdiciar el motivo a la elegancia que ofrecía la estación. Así era el invierno de aquel entonces: las temperaturas podían llegar a  70 durante la noche (hablo de los días más fríos del año), si bien, durante mi vida en la isla, el único invierno digno de llamarse "invierno" que recuerdo sucedió en 1983, con temperaturas mínimas de 1en la capital habanera. Era un día gris. Mi madre y mi tía habían viajado a la vecina provincia de Matanzas a exhumar los restos de mi abuelo y yo estudiaba en casa para un examen con una compañera de universidad. Y hacía frío, sí. Pero no fue igual en los años que siguieron. Valga decir que allí, cuando entra un frente frío, sales con un abrigo a la calle, pero ¡cuidado con ponerte un jersey que luego no te puedas quitar!... Porque de buenas a primeras, revienta en el topus celeste el sol radiante y tú, en esos momentos, estás en la cola del pollo (que llegó después de dos meses en falta) y tienes que aguantar una ola de calor invernal. Un relajo, no tengo otra palabra.

  Lo que no comprendo es por qué he comenzado a contar mis memorias de emigrante hablando del clima, tema esencial de las conversaciones en el ascensor. Quién sabe si es el factor climático el mejor late motiv para narrar que hace veintiocho años, en el mes de septiembre, un ruidoso ventilador refrescaba mi piel empapada de angustia, cuando sentada en el mismo sillón que hoy ocupa mi madre día y noche, contaba los microsegundos que me separaban de la excarcelación. Eran días tormentosos los de septiembre de 1997, no porque el temporal avisara la llegada de un ciclón, sino porque en aquella oficina del Ministerio del Interior cubano me habían retenido el permiso para salir del país. En mi bolso guardaba celosamente el billete de Cubana de Aviación que me llevaría a Roma. El tiempo apremiaba. Mientras tanto, yo esperaba la desesperante entrega de la "tarjeta blanca", que no era otra cosa que la carta de libertad sin la que los esclavos del régimen no podíamos abandonar el infernal territorio nacional.

(continuará).

©Rosa Marina González-Quevedo.


lunes, 4 de noviembre de 2024

LA COSTUMBRE (cuento finalista en el VIII Premio de Relato Fundación Fomento Hispania 2024)

 


Foto libre de derechos de autor tomada de Pixabay.


Perdóname, Juan, no he querido herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba abierta ¿sabes?… Y escapé. He tenido otras ocasiones similares pero me ha faltado coraje para echar a volar. Sin embargo, tarde o temprano tenía que suceder: una gorriona no puede vivir en cautiverio sin morir…, así que, sin planteármelo demasiado, decidí romper la barrera de la incertidumbre. La costumbre puede vivir encerrada; es más, suele hacerlo por ley natural porque se alimenta de la comodidad. Pero el amor… ¡Ay, Juan!, el amor no resiste el peso del cautiverio y un buen día, olvidando la alambrada de oro y la ración de apetitoso alpiste, salta hacia el mundo exterior… ¡Ssss, calla, no digas nada! Ya sé que afuera hay hambre y frío. Ya sé que…

—Lola, ¿hay café?

Juan ve una peli de John Wayne, El gran MacLintock. La ha visto no se sabe cuántas veces. Dejo de escribir mi carta, esa que empiezo siempre y nunca termino. Suelto la plancha. Entro en la cocina. Caliento una taza de café y se la llevo. Me siento a su lado, en el sofá:

—Juannn…

Quiero preguntarle algo pero no me escucha. Parece estar hipnotizado por la escena en la que la Señora MacLintock acaba de llegar a casa y su marido, para no perder la vieja rutina, está borracho. Ambos personajes intercambian palabras y el mayordomo se inmiscuye en la conversación… ¿Vas a quedarte ahí, con esa cara de estúpido, mientras un empleado insulta a tu esposa?… Juan ríe a carcajadas. Me ignora.

Me levanto del sofá y regreso a la habitación para continuar dialogando con el maldito cuello de la camisa y con todas las arrugas crecidas y multiplicadas por la tela. Suspiro al ver también multiplicadas las arrugas en mi piel. Entonces, tomo de nuevo el boli y vuelvo a empezar la carta que conozco al dedillo. Puedo repetirla frase a frase: Perdóname, Juan, no he querido herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba abierta, ¿sabes?…  Y escapé…

¿Y si lo hiciera? ¿Y si me fuera de estas cuatro paredes para nunca regresar, qué sería de ti? La ventana que da al jardín está abierta. Observo el prado familiar y mi vista corre hasta la valla que limita nuestra propiedad, una alambrada de púas bordeada por una acacia deshojada y reseca. En una de sus ramas hay un pequeño gorrión, que no será un gorrión, sino una gorriona como yo. Una gorriona, en este caso, libre.

Respiro profundamente y retomo la escritura desde el inicio: Perdóname, Juan, no he querido herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba abierta ¿sabes?… Y escapé. He tenido otras ocasiones similares pero me ha faltado coraje para echar a volar. Sin embargo, tarde o temprano tenía que suceder: una gorriona no puede vivir en cautiverio sin morir…, así que, sin planteármelo demasiado, decidí romper la barrera de la incertidumbre…

Sobre mi mesita de noche está tu fotografía. Te ves estupendo a los veinticinco años. Fue cuando nos conocimos. Era domingo. Estabas en la calle cambiándole una rueda a tu moto y yo paseaba con mi amiga María Cristina. Ella dijo una bobada, algo así como me encantan los chicos que pinchan ruedas los domingos. Tú la miraste e instantáneamente apartaste la vista hacia mí y me sonreíste. Así te conocí, con las manos sucias y la mirada ardiente. Y ahora no me escuchas cuando te hablo. ¿Acaso un vaquero del Oeste americano es más importante que yo? Pues bien, Juan, quiero que sepas que hoy se acaba este juego. Hoy firmo esta carta y vuelo. No podrás detenerme porque la costumbre puede vivir encerrada; es más, suele hacerlo por ley natural porque se alimenta de la comodidad. Pero el amor… ¡Ay, Juan!, el amor no resiste el peso del cautiverio y un buen día, olvidando la alambrada de oro y la ración de apetitoso alpiste, salta hacia el mundo exterior…

—Lola, ¿hay café?

Dejo otra vez la plancha. Entro en la cocina y salgo con la taza en la mano. Me siento a tu lado. Tú estás viendo la película de John Wayne, la misma escena de siempre. Ríes. Me ignoras…

Regreso a la habitación. La ventana está abierta. Hay una gorriona libre (¡LIBRE!) posada en el seto espinoso, dispuesta a cruzar la frontera hacia el bosque. Creo que un día logrará volar hacia la luz. El amor siempre vuela.

Yo, sin embargo, continúo aquí, atrapada entre la habitación y el salón sin saber qué me ha sucedido. Así, para averiguarlo, reproduzco los fragmentos que han quedado en mi memoria como si pasara hacia atrás un filme en blanco y negro. Entonces vuelvo a ver el infarto y a ti, Juan, entrando en la habitación, desesperado. Luego llegan ellos, los hombres vestidos de blanco… Y escucho el ensordecedor sonido de la sirena de la ambulancia que se detiene ante la puerta de Urgencias… y nada comprendo. En realidad, no sé por qué plancho siempre esta camisa y escribo esta carta que nunca firmo. No logro darme cuenta del porqué voy en ciclos de la habitación al salón y del salón a la habitación. Será tal vez la costumbre, pienso.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

SOBRE LA MARCHA: EXTRAÑOS ENCUENTROS NO SON COINCIDENCIAS

Imagen libre de derechos de autor tomada de Pixabay

Cada época imprime modas y modos de pensar y hablar. Así sucede en el presente histórico, en el que vivimos asediados por tantos y variopintos "apremios cotidianos", esos que precisamente no son los de levantarnos cada día y respirar y mirar el sol y tomarnos el café madrugador. Me refiero, más bien, al contorno invadido por las redes sociales, por la IA (¡bienvenida sea esta al mundo del Homo Sapiens, a quien dicho sea de paso van disminuyendo las fuerzas para luchar contra el monstruo informático!) y por las metas impuestas por la necesidad de triunfar económica y moralmente en medio de la más atronadora desolación emocional.

Buscas siempre palabras retorcidas para expresar una idea, podréis decirme. Y entonces callo. Callo y pulso el play de un equipo anti-informático y estrictamente natural: la memoria que reproduce ciertas imágenes percibidas en mis últimas vacaciones.

No sé si os habéis percatado de que hoy en día frases como "conócete a ti mismo" o "búscate y encuéntrate en lo más íntimo de tu ser" se han convertido en frases de moda, cuando en realidad no son más que verborrea carente de sensatez, sobre todo por no saber que no sabemos ni siquiera cómo hacer para conocernos a nosotros mismos. De ahí que nos parece "coincidir" con congéneres (entiéndase análogos o semejantes) que no reúnen las características del "ser humano común idealizado". Veamos la siguiente situación: estamos tomando un café en un bar del puerto y llega una chica ataviada con chaqueta de cuero y falda de tul, mochila al hombro, flauta en mano y entonando una melodía que suena a iniciación druida. Ella parece vivir en otra dimensión, incluso cuando nos advierte que "es un ser humano aunque no lo creamos". Y entonces pensamos ¡vaya tía extraña! Y una vez tomado el café y liquidada la cuenta, nos levantamos y echamos a caminar por el paseo marítimo del sitio en el que felizmente estamos vacacionando y… ¡vaya!, ahora hay un hombre -que al parecer no tiene más de treinta años pero que aparenta el doble de edad- tirado en medio de una calle por la que transitan los coches, no porque se ha desmayado o le ha venido un infarto, sino porque la droga acumulada en su cerebro le ha dado órdenes de hacerlo. Y luego, al día siguiente, siempre tomando un café, "coincidimos" con un trovador ambulante y alcohólico (lo delata la botella de whisky de la que no se desprende durante todo su concierto callejero) que canta canciones de contenido social y que no tiene ni público ni monedas en la tapa de su guitarra, porque la gente a su alrededor necesita seguir bebiendo su café sin escuchar el lamento de un condenado a morir de pena.

Hoy en día, decenas de cursos de maindfulness se han puesto de moda en nuestra ciudad. Estos (en su mayoría con buena voluntad, respetando la moda de enseñar a buscarnos y a encontrarnos en nuestro interior) nos instruyen hacia cómo conectar con nuestro cuerpo y a observar nuestras virtudes y defectos como seres únicos e irrepetibles, respetando la norma socrática  CONÓCETE A TI MISMO, una frase que en poco tiempo también se ha puesto de moda para el ser humano que apenas logra creer que él y esas sombras con las que ha "coincidido", tomándose un café, son encuentros con los agregados que habitan en su subconsciente.

Extraños encuentros no son coincidencias sino, más bien, imágenes salidas del esperpento que habita en nosotros y que la IA no podrá jamás llegar a reproducir en su complejidad.

Nos vemos sobre la marcha, amigos.


miércoles, 24 de julio de 2024

SOBRE LA MARCHA: ¿EXISTE EL PASADO?

 

Foto libre de derechos de autor tomada de Pixabay



   De acuerdo con una frase de moda (una de las tantas construidas para etiquetar filosofías fáciles de digerir por todos), afirmamos que el pasado no existe (tampoco el futuro por añadidura) y que solamente vivimos en el presente. Perfecto. Sin embargo, quedaría en pie la incógnita de qué hacer entonces con la memoria y para qué sirve esta. Y aún más, quedarían sin respuesta preguntas mucho más básicas; por ejemplo la de si en realidad existe la memoria y qué es. Son interrogantes simples que no consideramos por estar siempre viviendo (subrayo el gerundio) el aquí y el ahora. O al menos eso suponemos que hacemos: nos levantamos por la mañana, nos aseamos, tomamos el desayuno o no, salimos de casa o no y continuamos la jornada en esa rueda del hamster definida como vida cotidiana. Vivimos viviendo, sí.

   Y ahora os preguntaréis a qué viene toda esta verborrea pseudo-metafísica en una calurosa tarde de verano en la que sería mucho mejor dormir una buena siesta y luego depositar nuestras redundantes almas en la terraza de un bar de cara a una caña bien fría. Y tenéis razón. No obstante, para el buen entendimiento de quiénes somos, sería pertinente escribir una nota al margen: a pesar de la frase "solo existe el presente", no podemos desprendernos de nuestros recuerdos (sean recientes o remotos), de lo que hemos sido y hecho; en pocas palabras: no podemos desembarazarnos retóricamente de nuestras vidas. De lo contrario, os invito a realizar ciertos ejercicios a fin de romper con el pasado; por ejemplo, quitar los espejos para evitar encontrarnos con nuestras canas y arrugas o destruir viejas fotografías que no hacen más que hacernos ver cómo éramos (para ruina de mis amigos fotógrafos, mejor no retratarnos nunca; ¿para qué si el pasado no existe?). Tampoco sería lógico escuchar las melodías de nuestros años mozos (con las que a menudo suspiramos) ni leer libros de Historia ni escribir autobiografías ni hacer nada que nos enrede en el absurdo hilo del tiempo cronológico. 

   Inviolablemente, a quienes confían que se puede obviar el pasado, tarde o temprano llegará la sentencia de que no hay un ahora sin el antes y el después. Reconocer el pasado sin remordimientos, sin lágrimas de tristeza, sin reproches es la mejor forma de vivir el presente: esta es una de las enseñanzas que intento aprender para no perder ni un ápice de mi totalidad. Y si hablo hoy de este tema, es porque el verano es la estación que más me remueve la memoria poniendo ante mí viejas estampas con los colores del mar e hincaduras del guisazo que crece árido en la arena bajo la planta de mis pies. En esas estampas están todas y cada una de mis micro-partículas de energía, se extiende la urdimbre y se entrecruzan los hilos de la trama de un ser que no termina de tejerse jamás.

Recordar sonriendo es un buen modo de matar el miedo. Continuemos, pues, integrando recuerdos en la máxima categoría del vivir presente.

Por supuesto, nos vemos sobre la marcha, amigos.






miércoles, 3 de julio de 2024

SOBRE LA MARCHA: EL MIEDO NUESTRO DE CADA DÍA

   

Foto libre de derechos de autor tomada de Pixabay


  Es muy simple: nos domina el miedo. Miedo a no ser idóneos, miedo a la soledad, miedo a perder el trabajo, miedo a soltar las riendas de una situación cualquiera en caso de imprevisto, miedo a contagiar un virus, miedo a envejecer, miedo a que no nos quieran, miedo a no aprobar los exámenes, miedo a un diagnóstico médico negativo, miedo a las malas noticias, miedo a que nos desprecien, miedo a los accidentes, miedo a no saber qué hacer o qué decir, miedo a los cataclismos, miedo a perder a un ser querido, miedo a hacer el ridículo, miedo a las cucarachas, miedo a no ser puntuales, miedo a la oscuridad, miedo a pasar hambre, miedo a la muerte… En fin, si hay algo que nos acompaña siempre es el miedo.

  Soy un animal temeroso. Es lógico, pues, que el tema me interese. Ahora bien, si alguien me pidiera ser un poco más explícita y definir lo indefinible (el miedo), diría de antemano que no existe lógica alguna para describir algo que no pertenece al dominio de la razón y que cualquier definición al respecto sería imposible. No obstante, si bajo presión y con una pistola apuntándome a la sien me viera obligada, alegaría entonces dos argumentos: el primero, que no hay un miedo sino muchos; el segundo, que los miedos son cuerpos energéticos inorgánicos formados por moléculas libres y, de hecho, caóticos. A lo anteriormente expuesto, agregaría que a pesar de estar regidos por el caos, bajo circunstancias concretas estos cuerpos de moléculas libres se organizan alrededor de un núcleo y asumen la apariencia de figuras semejantes al ser racional despavorido que les dio origen: el hombre. Y agregaría aún más: esas figuras de naturaleza inorgánica semejantes al hombre establecen entre sí relaciones de jerarquía en pirámides y dicha jerarquización cambia de acuerdo con las diferentes épocas históricas, culturas, zonas geográficas, etcétera. Por ejemplo, el miedo a la peste bubónica ocupó -en Europa y en general en todo el planeta- un puesto privilegiado en la cúspide de la pirámide de jerarquías en una época determinada (entre 1347 y 1352 según los historiadores). Sin embargo, a  día de hoy este miedo no entra en las primeras posiciones jerárquicas, al menos en esta zona del planeta llamada Occidente.

  Hay, sin embargo, un miedo que no pierde su puesto estelar, un miedo de los más terribles desde que el prestigio y el éxito social fueron establecidos como baremo para evaluar al ser humano: el miedo al qué dirán. Así, salirse de las normas establecidas o tomar decisiones que chocan con las de un determinado patrón o colectivo social (sea este cual sea) se convierte en hazaña de titanes. Basta con decir NO o con rechazar un proyecto de tendencia manipuladora (¡y cuántos hay de esos!); basta con renunciar a bailar en el carnaval de la mayoría para ser expulsados ignominiosamente del paraíso categorial de los corderos. 


 Nos vemos SOBRE LA MARCHA, amigos.