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Fachada de casa en la Habana Vieja. Foto de junio de 2022. |
En 1961, tras los acontecimientos de Bahía de Cochinos, el gran cacique todopoderoso Caballo Cojonudo alzó su fusil en la Plaza de la Revolución. Y sin llamar a un plebiscito popular (y sin tan siquiera tirar los cocos para consultarle a Eleguá el abre-caminos), declaró el carácter socialista del país. Entonces, empezó el verdadero carnaval de los pobres, a partir del nacimiento de un estado neo-cromañónico en el que las antiguas tradiciones iban, poco a poco, transformándose en normas de un culto al sinsentido. A ese estado de adefesio geopolítico un día le di el nombre de Truculandia, designación que entra cómodamente en la nomenclatura caricaturesca del mamarracho, denominación que a día de hoy conservo para referirme a la isla del nunca jamás.
No obstante, en el estrafalario país, la vida continuaba arropada por la solemnidad que requería la repetición del mantram surrealista «¡patria o muerte,
venceremos!», abominable oración cacareada en colegios, centros
de trabajo, cuadras[1], C.D.R.[2],
hogares de ancianos y su puta madre. Pero también la gente aprendió a vivir con
la listeza del superviviente que, no pudiendo de buenas a primeras echarse a la mar para llegar
a la otra orilla, buscaba y seguía estrategias geniales, desde criar cerdos en la bañera de casa, hasta congelar dólares americanos en la nevera...
Porque durante los años en que poseer el maldito dinero del enemigo era
penalizado por la ley del sinsentido, los astutos supervivientes hacían rollos
con los verdes billetes para luego introducirlos en el interior de un pollo congelado (cuando lo había, por supuesto), a fin de camuflarlos: era este uno de los métodos más
utilizados para, en caso de chivatazo y pesquisa policial, no ir a la cárcel por tenencia ilegítima de divisas. Valga decir que si te atrapaban con la execrable
moneda, podías pagar con tus huesos en la cárcel no se sabe por cuánto tiempo... Si bien un buen día, cuando las arcas del estado truculardiano se vieron en desesperada crisis, el gran cacique Caballo Cojonudo (sin convocar a referéndum, como de
costumbre), dictaminó la inmediata circulación de los U.S.D. por el territorio nacional y… Uf, me doy cuenta de que debería de ser más precisa y narrar mis memorias siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos. Pero por su naturaleza, todo relajo
carece de orden. Por ello, al observar mis recuerdos, la memoria se declara incapacitada de asumir una descripción lógica. De hecho, en Truculandia semejante empresa es imposible.
Aun así, a pesar del sinsentido al que éramos sometidos, debo confesar que tuve una niñez feliz. Aprendí a leer y a escribir a los cuatro años, en una de esas escuelitas privadas familiares (una de las que aún sobrevivían en el caos) que en Cuba recibían el nombre de kindergarten. Para el día de Reyes, mi madre compraba juguetes a sobre precio en el mercado negro, por lo que estos nunca me faltaron. Luego, aunque detestaba el colegio, fingir alguna enfermedad para quedarme en casa leyendo bajo la mosquitera se me daba de maravilla. Así, calmaba mi ansiedad de niña índigo inadaptada al sistema penitenciario escolar.
En el colegio, al cumplir los seis años de edad, la política neo-cromañónica obligaba a los peques a usar la pañoleta de pioneros por el comunismo, seremos como el Ché. Yo,
sin embargo, llegué hasta el cuarto grado sin ella, gracias a la rebeldía que mantuvieron mis padres durante los primeros años del régimen. Desde luego, escapar al gobierno de la sinrazón era misión de titanes y resistir podía llegar a costar la vida. Sin embargo, analizando los daños emocionales que la aberrante estructura del sinsentido pudo haber ocasionado en mí, reconozco que de esos posibles traumas infantiles me salvé, a los siete años, al descubrir que la escritura era una puerta de escape a otra dimensión. Porque fue a los siete años que escribí mi primer libro dejando, para mi posterior supervivencia, el camino abierto a un siempre posible más allá.
(continuará).
©Rosa
Marina González-Quevedo.