La Habana, Cuba. |
¡Silencio, que el tiempo quiere hablar! Y cuando habla el tiempo, calla el pensamiento. Pero no la memoria, serie discontinua de fotogramas indelebles que nos convierten en viajeros con rumbo al pasado. ¿Me refiero al viaje del que hablaba Henri Bergson? Posiblemente sí. O no. Lo cierto es que, remontarnos al ayer, es inevitable. Y por tal razón, no podemos renunciar a los recuerdos. En mi caso, por ejemplo, no hago el menor intento por escapar de ellos. Lo que hago es no atraparlos ni dejarme atrapar. Surge, pues, la duda de si vivir y haber vivido son una y la misma cosa. Y me pregunto entonces cuándo nacen los recuerdos. Y mi respuesta es "desde el primer respiro". O quizá desde antes, porque la memoria se hereda de generación en generación y el cigoto que fui ya venía al mundo con memoria, lo sé.
Nací en primavera, si bien en el trópico las estaciones apenas existen. Hay una estación lluviosa que empieza en abril y termina cuando le da la gana, a veces en octubre, a veces nunca si contamos con que en octubre los huracanes traen tormentas gigantescas y que cuando entra el primer frente frío, llueve. La otra estación es seca y transcurre de diciembre a marzo con temperaturas más suaves y noches menos húmedas. En fin, Cuba es un grandísimo relajo de arriba a abajo, un desbarajuste geo-antropo-esperpéntico que alcanza su grado de expresión más elemental en el clima. En ese pedazo de tierra, el invierno, época sin rostro verdadero, a veces se jacta de llegar a 230 Celsius y le saca la lengua a los frioleros invitándolos a ponerse los abrigos. ¡Y qué abrigos, caray! Una amiga llamaba al invierno cubano "el carnaval de los pobres" y acertaba con la definición, pues la gente, al no tener por costumbre el frío, se abriga como puede y tira del trapo que sea para cubrirse el lomo sin mirar demasiado los caprichos de la moda.
Cuando era niña, mi madre me ponía vestidos de pana y terciopelo que me cosía mi abuela, sobre todo para no desperdiciar el motivo a la elegancia que ofrecía la estación. Así era el invierno de aquel entonces: las temperaturas podían llegar a 70 durante la noche (hablo de los días más fríos del año), si bien, durante mi vida en la isla, el único invierno digno de llamarse "invierno" que recuerdo sucedió en 1983, con temperaturas mínimas de 10 en la capital habanera. Era un día gris. Mi madre y mi tía habían viajado a la vecina provincia de Matanzas a exhumar los restos de mi abuelo y yo estudiaba en casa para un examen con una compañera de universidad. Y hacía frío, sí. Pero no fue igual en los años que siguieron. Valga decir que allí, cuando entra un frente frío, sales con un abrigo a la calle, pero ¡cuidado con ponerte un jersey que luego no te puedas quitar!... Porque de buenas a primeras, revienta en el topus celeste el sol radiante y tú, en esos momentos, estás en la cola del pollo (que llegó después de dos meses en falta) y tienes que aguantar una ola de calor invernal. Un relajo, no tengo otra palabra.
Lo que no comprendo es por qué he comenzado a contar mis memorias de emigrante hablando del clima, tema esencial de las conversaciones en el ascensor. Quién sabe si es el factor climático el mejor late motiv para narrar que hace veintiocho años, en el mes de septiembre, un ruidoso ventilador refrescaba mi piel empapada de angustia, cuando sentada en el mismo sillón que hoy ocupa mi madre día y noche, contaba los microsegundos que me separaban de la excarcelación. Eran días tormentosos los de septiembre de 1997, no porque el temporal avisara la llegada de un ciclón, sino porque en aquella oficina del Ministerio del Interior cubano me habían retenido el permiso para salir del país. En mi bolso guardaba celosamente el billete de Cubana de Aviación que me llevaría a Roma. El tiempo apremiaba. Mientras tanto, yo esperaba la desesperante entrega de la "tarjeta blanca", que no era otra cosa que la carta de libertad sin la que los esclavos del régimen no podíamos abandonar el infernal territorio nacional.
(continuará).
©Rosa Marina González-Quevedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario