PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




lunes, 22 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (III)

 



La Habana, Cuba.


Fue en la tarde del 14 de septiembre de 1997 que dejé la isla. Recuerdo a mis padres siguiéndome con la mirada desde la base de la escalera, en el Aeropuerto «José Martí». Con sonrisas de payasos disfrazados para una función de circo y lágrimas en el corazón, se despedían de mí y veían cómo me hacía cada vez más pequeña hasta desaparecer en el recodo de la planta superior, donde estaba la puerta de salida hacia el avión de Cubana que me llevaría a Roma. Habían transcurrido más de cuarenta y cinco días de haber presentado los documentos (la retahíla de ellos) a la policía de inmigración, ente infernal más sabueso que Can Cerbero, siempre en guardia para poner zancadillas a quienes intentábamos escapar de sus garras… Y ¡por fin!, tras una agonía que duró eones, pude dejar el territorio nacional con la frente no marchita y sin que las nieves del tiempo platearan mi sien, pues como emigrante era aún joven y cargaba en mi maleta, más que ropa, suficientes ilusiones para empezar de nuevo a vivir.

¿Cuántos hemos recorrido el mismo camino? Supongo que esta cifra se ha diluido entre el mar y el cielo, pensando en la incontable cantidad de cubanos que hemos dejado atrás la querida tierra de la siguaraya para adaptarnos a lo que venga; muchos como yo, por vía aérea y con alguien esperándome; otros, lanzando al mar sus balsas fabricadas en el traspatio de una humilde casa, construidas con maderas robadas en algún almacén del gobierno y claveteadas con tirafondos extraídos de puertas o ventanas. Y así, pienso en mis amigos y en la gente del barrio… O dicho mejor aún, en la gente de los barrios en los que viví desde mi infancia hasta que logré escabullirme del báratro isleño. «Cada vez me quedan menos amigos en el barrio, unos porque se fueron a esa diáspora, otros porque se han mudado de lugar, otros porque se han muerto», son palabras de Leonardo Padura en su entrevista para el diario El Mundo del 2 de septiembre de 2025; palabras dichas muy recientemente y con la lucidez de quien presencia la muerte de un sistema social. Y es que Padura vive en el barrio habanero de Mantilla (no me explico por qué se ha quedado en la boca del león) presenciando el desastroso fin de lo que fuera el ideal de los revolucionarios del mundo… En fin, que hablando de exilio cubano (especialmente de aquel que se destapó a partir de 1959), podríamos referirnos a varias generaciones de emigrantes que se corresponden con las seis décadas que ha durado la dictadura.

La primera generación es la de los años sesenta, cuando Caballo Cojonudo mantenía escondidos entre las piernas sus huevos de emperador déspota y hacía cuentacuentos sobre una sociedad de beneficios con los humildes, por los humildes y para los humildes. En estos primeros años, los «gusanos» traidores apelaban a reclamaciones de parientes, quienes, antes de 1959, habían emigrado a USA o a España o a países de Latinoamérica asentándose como dignos ciudadanos. Pero otros, los más desafortunados, empezaron a utilizar lanchas o balsas para cruzar el estrecho de La Florida. Fue este un período en el que gran parte de profesionales abandonó el país, dejando un vacío enorme en áreas como las de la atención sanitaria, la industria y el comercio.

·         En la década venidera se registraron, sin embargo, los índices más bajos del exilio histórico cubano. El Gran Cacique Caballo Cojonudo había decretado 1970 como el año en que se lograría la exitosa producción de diez millones de toneladas de azúcar, cifra que representaba una victoria del socialismo contra los luciferinos vecinos del Norte, pero que, contrariamente a lo programado, jamás fue alcanzada. No obstante, ¡caray!, si no se producía demasiada azúcar, se obtendrían al menos otras cosas; por ejemplo, medallas de oro en certámenes deportivos internacionales y música revolucionaria dispuesta a vencer en la dura batalla contra el hit parade de las emisoras del enemigo. Mientras tanto, ¡guerra abierta a la ideología burguesa! Y los que hablaban inglés, ¡abajo sus cabezas por ser precursores del llamado diversionismo ideológico!… Y los maricones, ¡abajo sus cabezas por ser débiles de carácter y por consecuencia indignos hijos de la Patria!… Y los religiosos, ¡abajo sus cabezas por ser los sembradores del opio del pueblo!… Cuántos de ellos fueron a la cárcel o a aquellos campos de trabajos forzados conocidos como UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción).

·         Y así, en medio de la represión política y del asfixiante racionamiento de los bienes de uso y consumo, sobrevino otra generación de emigrantes, en esta ocasión trascendental: entre abril y octubre de 1980, tras los incidentes de las embajadas de Perú y Venezuela en La Habana, más de 125,000 cubanos partieron desde el puerto del Mariel hacia Estado Unidos. Y como no había huevos para controlar la situación económica y social del país, Caballo Cojonudo abrió las puertas del mar (que son bien anchas) a todo aquel que quisiera irse… y de paso, sacó de las cárceles a delincuentes y de los manicomios a personas con problemas psiquiátricos para meterlos a la fuerza en los barcos de quienes venían a buscar a sus parientes, que ese era el precio que debían pagar: limpiar a Cuba de la escoria a cambio de llevarse a los suyos. Y fue en esta oleada del exilio truculardiano que los C.D.R. organizaron aquellos actos de repudio en los que sacaban a la calle, cual condenados por la Inquisición y a veces usando incluso la violencia, a quienes habían programado marcharse: familias enteras fueron paseadas por los barrios, insultadas, escupidas, apedreadas; un horror que no quiero recordar más de lo debido, si acaso es debido recordarlo.

·         Entonces llegaron los años noventa, sí. Y con ellos, el famoso «Período Especial» en el que solo comíamos col y patatas en todas sus modalidades, someramente acompañadas de un panecillo al día y con las escasas esperanzas de —tal vez— devorar una apetitosa ala de pollo los domingos. La Perestroika había traído por consecuencia el debilitamiento de las relaciones entre Truculandia y la descompuesta Unión Soviética. Luego, con la caída del Muro de Berlín, el hambre y la incertidumbre se convirtieron en malas consejeras, pues ingerir un huevo a la semana no aportaba suficientes calorías para pedalear una bici… Y bueno, sucedió lo que la desesperación imponía: el 13 de julio de 1994, sesenta y ocho personas secuestraron un remolcador para escapar hacia el añorado Norte. Sin embargo, los temerarios disidentes fueron interceptados por lanchas guarda-fronteras, resultando ahogadas en el trance treinta y siete personas. Fue así que en agosto de ese mismo año estalló el «Maleconazo», cuando cientos de habaneros salieron a las calles para protestar contra el régimen… Y visto lo visto, y como hacer otra buena limpieza de «escoria» resultaba buen plan (porque a menos gente que alimentar, mejor), el Gran Cacique, también en esta ocasión, dejó las puertas del mar abiertas a todo aquel que deseara irse. Lo demás fue consecuencia de tal apertura: la llamada crisis de los balseros, ola migratoria gigantesca de hombres, mujeres y niños que se lanzaron al estrecho de La Florida. Y ante semejante desbandada, el cierre de las fronteras marítimas por parte del gobierno americano no se hizo esperar, habilitándose de inmediato la Base Naval de Guantánamo como refugio forzoso o cárcel de balseros a la espera del rescate.

·         Había, pues, que tomar medidas urgentes para controlar el terrible fenómeno migratorio. Y para ello, a mediados de los noventa, la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, de acuerdo con las autoridades truculardianas, instauró el sistema «bombo», en el que apuntándote en una lista podías ser seleccionado como posible emigrante. Simultáneamente, México abrió su frontera norte y Ecuador permitió la entrada de exiliados de la isla caribeña en tránsito hacia el territorio norteamericano, incrementándose de tal forma vías terrestres de emigración; eso sin contar las continuas escapadas hacia Europa de centenares de cubanos, bien por matrimonio, bien por trabajo o estudios, bien por ser atletas o bailarines del Ballet Nacional… 

E      En fin, en el año 2000 y durante toda la primera década del nuevo milenio, salir de Truculandia hacia el extranjero se había convertido en un acontecimiento legalizado por las trampas del poder del régimen: mayor fuera la cifra de residentes en el extranjero, más dinero llegaría al Banco Nacional de Cuba… Porque hemos sido los emigrantes, escorias, gusanos, traidores de la Patria y la Revolución quienes hemos mantenido las arcas del sistema con o sin quererlo: en el infierno, quien más y quien menos ha dejado a alguien que necesita amparo.

Y       En la actualidad, la situación es dramática. Muchos han vendido su casa y otros la han dejado a merced del azar para irse a donde sea y como sea. Hoy, Truculandia es un punto invisible destinado a disolverse en el caos. En mi caso, he perdido la noción de los años allí vividos: como he dicho antes, partí con mi maleta cargada de ilusiones en septiembre de 1997, dejando atrás lo que, hasta el Sol de hoy, me ha resultado imposible negar: la familia y la memoria. Por la familia me he mantenido ligada, lo quiera o no, al surrealismo de un pedazo de tierra llamado nación cubana; por la memoria, vivo navegando en los recuerdos de tantos momentos felices y tristes en los que creía que, por ninguna razón, iría a formar parte de ese éxodo que nunca vio pasar la guerra, aunque sí la esperanza.

viernes, 5 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (II)

 

Fachada de casa en la Habana Vieja.
Foto de junio de 2022.

                                             

   En 1961, tras los acontecimientos de Bahía de Cochinos, el gran cacique todopoderoso Caballo Cojonudo alzó su fusil en la Plaza de la Revolución. Y sin llamar a un plebiscito popular (y sin tan siquiera tirar los cocos para consultarle a Eleguá el abre-caminos), declaró el carácter socialista del país. Entonces, empezó el verdadero carnaval de los pobres, a partir del nacimiento de un estado neo-cromañónico en el que las antiguas tradiciones iban, poco a poco, transformándose en normas de un culto al sinsentido. A ese estado de adefesio geopolítico un día le di el nombre de Truculandia, designación que entra cómodamente en la nomenclatura caricaturesca del mamarracho, denominación que a día de hoy conservo para referirme a la isla del nunca jamás.

  No obstante, en el estrafalario país, la vida continuaba arropada por la solemnidad que requería la repetición del mantram surrealista «¡patria o muerte, venceremos!», abominable oración cacareada en colegios, centros de trabajo, cuadras[1], C.D.R.[2], hogares de ancianos y su puta madre. Pero también la gente aprendió a vivir con la listeza del superviviente que, no pudiendo de buenas a primeras echarse a la mar para llegar a la otra orilla, buscaba y seguía estrategias geniales, desde criar cerdos en la bañera de casa, hasta congelar dólares americanos en la nevera... Porque durante los años en que poseer el maldito dinero del enemigo era penalizado por la ley del sinsentido, los astutos supervivientes hacían rollos con los verdes billetes para luego introducirlos en el interior de un pollo congelado (cuando lo había, por supuesto), a fin de camuflarlos: era este uno de los métodos más utilizados para, en caso de chivatazo y pesquisa policial, no ir a la cárcel por tenencia ilegítima de divisas. Valga decir que si te atrapaban con la execrable moneda, podías pagar con tus huesos en la cárcel no se sabe por cuánto tiempo... Si bien un buen día, cuando las arcas del estado truculardiano se vieron en desesperada crisis, el gran cacique Caballo Cojonudo (sin convocar a referéndum, como de costumbre), dictaminó la inmediata circulación de los U.S.D. por el territorio nacional y… Uf, me doy cuenta de que debería de ser más precisa y narrar mis memorias siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos. Pero por su naturaleza, todo relajo carece de orden. Por ello, al observar mis recuerdos, la memoria se declara incapacitada de asumir una descripción lógica. De hecho, en Truculandia semejante empresa es imposible.

  Aun así, a pesar del sinsentido al que éramos sometidos, debo confesar que tuve una niñez feliz. Aprendí a leer y a escribir a los cuatro años, en una de esas escuelitas privadas familiares (una de las que aún sobrevivían en el caos) que en Cuba recibían el nombre de kindergarten. Para el día de Reyes, mi madre compraba juguetes a sobre precio en el mercado negro, por lo que estos nunca me faltaron. Luego, aunque detestaba el colegio, fingir alguna enfermedad para quedarme en casa leyendo bajo la mosquitera se me daba de maravilla. Así, calmaba mi ansiedad de niña índigo inadaptada al sistema penitenciario escolar.

 En el colegio, al cumplir los seis años de edad, la política neo-cromañónica obligaba a los peques a usar la pañoleta de pioneros por el comunismo, seremos como el Ché. Yo, sin embargo, llegué hasta el cuarto grado sin ella, gracias a la rebeldía que mantuvieron mis padres durante los primeros años del régimen. Desde luego, escapar al gobierno de la sinrazón era misión de titanes y resistir podía llegar a costar la vida. Sin embargo, analizando los daños emocionales que la aberrante estructura del sinsentido pudo haber ocasionado en mí, reconozco que de esos posibles traumas infantiles me salvé, a los siete años, al descubrir que la escritura era una puerta de escape a otra dimensión. Porque fue a los siete años que escribí mi primer libro dejando, para mi posterior supervivencia, el camino abierto a un siempre posible más allá.

(continuará).

©Rosa Marina González-Quevedo.



[1] En la arquitectura urbana, una cuadra es un espacio lineal delimitado por dos esquinas de una calle. En Cuba, una cuadra tiene una longitud estándar de cien metros.

[2] Comité de Defensa de la Revolcuión.

martes, 2 de septiembre de 2025

SOBRE LA MARCHA: MEMORIAS DE UNA EMIGRANTE (I)

  

La Habana, Cuba.

  ¡Silencio, que el tiempo quiere hablar! Y cuando habla el tiempo, calla el pensamiento. Pero no la memoria, serie discontinua de fotogramas indelebles que nos convierten en viajeros con rumbo al pasado. ¿Me refiero al viaje del que hablaba Henri Bergson? Posiblemente sí. O no. Lo cierto es que, remontarnos al ayer, es inevitable. Y por tal razón, no podemos renunciar a los recuerdos. En mi caso, por ejemplo, no hago el menor intento por escapar de ellos. Lo que hago es no atraparlos ni dejarme atrapar. Surge, pues, la duda de si vivir y haber vivido son una y la misma cosa. Y me pregunto entonces cuándo nacen los recuerdos. Y mi respuesta es "desde el primer respiro". O quizá desde antes, porque la memoria se hereda de generación en generación y el cigoto que fui ya venía al mundo con memoria, lo sé.

  Nací en primavera, si bien en el trópico las estaciones apenas existen. Hay una estación lluviosa que empieza en abril y termina cuando le da la gana, a veces en octubre, a veces nunca si contamos con que en octubre los huracanes traen tormentas gigantescas y que cuando entra el primer frente frío, llueve. La otra estación es seca y transcurre de diciembre a marzo con temperaturas más suaves y noches menos húmedas. En fin, Cuba es un grandísimo relajo de arriba a abajo, un desbarajuste geo-antropo-esperpéntico que alcanza su grado de expresión más elemental en el clima. En ese pedazo de tierra, el invierno, época sin rostro verdadero, a veces se jacta de llegar a 230 Celsius y le saca la lengua a los frioleros invitándolos a ponerse los abrigos. ¡Y qué abrigos, caray! Una amiga llamaba al invierno cubano "el carnaval de los pobres" y acertaba con la definición, pues la gente, al no tener por costumbre el frío, se abriga como puede y tira del trapo que sea para cubrirse el lomo sin mirar demasiado los caprichos de la moda.

  Cuando era niña, mi madre me ponía vestidos de pana y terciopelo que me cosía mi abuela, sobre todo para no desperdiciar el motivo a la elegancia que ofrecía la estación. Así era el invierno de aquel entonces: las temperaturas podían llegar a  70 durante la noche (hablo de los días más fríos del año), si bien, durante mi vida en la isla, el único invierno digno de llamarse "invierno" que recuerdo sucedió en 1983, con temperaturas mínimas de 1en la capital habanera. Era un día gris. Mi madre y mi tía habían viajado a la vecina provincia de Matanzas a exhumar los restos de mi abuelo y yo estudiaba en casa para un examen con una compañera de universidad. Y hacía frío, sí. Pero no fue igual en los años que siguieron. Valga decir que allí, cuando entra un frente frío, sales con un abrigo a la calle, pero ¡cuidado con ponerte un jersey que luego no te puedas quitar!... Porque de buenas a primeras, revienta en el topus celeste el sol radiante y tú, en esos momentos, estás en la cola del pollo (que llegó después de dos meses en falta) y tienes que aguantar una ola de calor invernal. Un relajo, no tengo otra palabra.

  Lo que no comprendo es por qué he comenzado a contar mis memorias de emigrante hablando del clima, tema esencial de las conversaciones en el ascensor. Quién sabe si es el factor climático el mejor late motiv para narrar que hace veintiocho años, en el mes de septiembre, un ruidoso ventilador refrescaba mi piel empapada de angustia, cuando sentada en el mismo sillón que hoy ocupa mi madre día y noche, contaba los microsegundos que me separaban de la excarcelación. Eran días tormentosos los de septiembre de 1997, no porque el temporal avisara la llegada de un ciclón, sino porque en aquella oficina del Ministerio del Interior cubano me habían retenido el permiso para salir del país. En mi bolso guardaba celosamente el billete de Cubana de Aviación que me llevaría a Roma. El tiempo apremiaba. Mientras tanto, yo esperaba la desesperante entrega de la "tarjeta blanca", que no era otra cosa que la carta de libertad sin la que los esclavos del régimen no podíamos abandonar el infernal territorio nacional.

(continuará).

©Rosa Marina González-Quevedo.