Después de
casi dos años de silencio (la última entrada en este blog data del 30 de agosto de 2022),
regresa a su actividad Cuenta Conmigo; retorno que llega sin prisas ni propósitos trazados de antemano, sino por locura del pensamiento y sobre todo como reconquista del poder que la red nos ofrece para escribir sin normas editoriales ajenas, siguiendo solo aquellas que dicta el corazón. Cuenta Conmigo regresa y espera ser un espacio en el que sinceridad y creatividad se den la mano; regresa, sí, en esta ocasión para saludar a sus habituales lectores
(estos se preguntarán por qué los autores abandonamos nuestro blog así, sin ton ni son, interrogante para la que no
encontramos una respuesta satisfactoria…). Pero también regresa porque tiene una cuenta pendiente con mi último
libro de poesía titulado Entre el mar y
el cielo (Ediciones Insurrectas, 2024).
Entre el mar y el cielo es un poemario intimista en el que las vivencias renacen y caminan en sus múltiples direcciones multiplicándose en el acto del recordar. Representa un recorrido poético por etapas de la vida de su autora y conduce al lector a observar imágenes que definen, en buena medida, el sentir y el ser de una generación. Entre los principales temas propuestos, destacan el de la frustración personal y la destrucción de ideales en una isla que se pintaba —e irónicamente aún se pinta— a sí misma paradisíaca, la necesidad del autoconocimiento y la superación de falsos conceptos, la rebeldía y la disidencia, la búsqueda de la libertad de expresión y de conciencia, la decisión y el acto de emigrar unidos al extrañamiento existencial que ello supone, la nostalgia por la tierra que se ha dejado atrás y la aceptación de la distancia y del pasar del tiempo. La memoria es la célula matriz que mantiene viva la expresión poética de quien juega a reconstruir instantes de su infancia, espacios geográficos de antaño, estampas familiares, experiencias sentimentales y lazos culturales que aparentaban ser indestructibles. Sin embargo, todo cambia. Por consecuencia, la memoria no es suficiente para atrapar, en fotogramas inertes, el discurrir del río de la vida. Sobreviene, pues, el sentimiento de pérdida unido al inevitable reconocimiento de que somos siempre diferentes de lo que hemos sido. El ciclo de la lluvia es símbolo recurrente para representar la transformación continua del ser. El mar y el cielo, por su parte, representan las fronteras entre la tierra natal y la extranjera y, a su vez, puntos de referencia para el corazón que se lanza al vuelo en su búsqueda de la felicidad. Sin embargo, Entre el mar y el cielo no es solamente una recopilación de evocaciones personales, sino un libro que invita a viajar al horizonte para encontrar el desconocido y amado ser humano universal que somos. Reflexionar queda de vuestra parte, queridos lectores.
A continuación, os dejo uno de los poemas contenidos en el libro. Confieso que es uno de mis favoritos por tratarse de una evocación tan nítida que puedo tocar y percibir cada espacio en él narrado: nací en una ciudad de mar de una isla del Caribe. En torno a mí todo olía y sonaba, todo estaba vivo y lleno de misterio. El barrio pertenece a ese período que hoy archivo en el file de mi ayer inconsciente pero feliz: mi infancia. El barrio es, en fin, una imagen viviente que respira y me observa desde el mundo etéreo donde sé que indiscutiblemente existe.
El barrio
De todos mis
amores
recuerdo el
gato amarillo de mi infancia
que mi madre
bañaba en el lavadero del patio
y luego el muy
cabrón
aún mojado
se metía en la
carbonera.
Poco me
inspiraba entonces
lo que sucedía
en casa
porque la
alegría y la razón de mi inocencia
estaban en el
barrio.
Una calle
ancha cual ancha puede ser cualquier calle de contornos marinos.
Acicalada
para un concurso de luciérnagas nocturnas y sapos gigantes,
vestida de
parterres en los que respiraban las adelfas y crecía un flamboyán.
De añil se teñía
su techo aun en tardes de lluvia. Y al llover,
el aire olía
a tierra primitiva. O a lecho de musgo. O a ambos.
Aún recuerdo
aquellas puestas de sol sobre el sinfín de arrecifes
en su cita con
las nubes en la costa, a pocos metros de la carretera
en la que una
mañana atropellaron a mi perro.
Me dejó en
su testamento sus cánticos de amigo.
Mi perro,
el primero
de todos los demás que llegaron a mi vida.
En el barrio
los niños nos lavábamos la cara en los charcos.
Jugábamos con
palos y piedras a la guerra de pandillas y escondíamos
las armas en
un solar yermo minado de cacimbas en las que tarántulas
hambrientas aguardaban
la llegada de apetitosos ratones de cuneta.
Una pequeña
plaza de madera pintada de verde era asilo de gallinas
expertas en
cazar cucarachas. Choza de amantes noctámbulos adornada
con botellas
rotas e invadida por montones de mazorcas de maíz podridas
—la placita le decía a aquel refugio de
gatos militantes de la luna siempre
a la espera
de un ágape real a base de ratas pululantes—.
Sentado en
un muro bajo mi abuelo solía tomar el sol junto a otros viejos.
Miraba de
reojo su reloj de bolsillo y decía es
pronto aún y se chupaba
de un trago un
vaso de aguardiente para refugiarse en los tiempos del son
y las
casacas de dril cien. En su imaginario deambular por otros mundos,
paseaba con camisa
almidonada por las avenidas del recuerdo y fumaba
un puro más
largo que su memoria.
Mi abuelo,
el
excéntrico,
el poeta.
Y ahora
que los
peces de la costa
sobreviven
en las algas que otros peces engulleron
más de medio
siglo atrás…
Y ahora
que la
alegría y la razón de mi inocencia echaron a volar
al universo
de los imponderables seres de la imaginación…
Me duele
confesar que alguna vez pasé por el barrio
y que apremiada
por la hora de tomar el tren
dije al
taxista sigue de largo, no es este el lugar.
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