Por Astarté.
León, España.
Las circunstancias de presión social en las que vivimos amenazan al
entero planeta con el fin de la poesía. Luego, si hablamos de las apariencias,
si por comodidad creemos que estamos a salvo con sólo tener el control del
estado del tiempo atmosférico, si es así, probablemente no hallaremos de nuevo
otro soneto en la canción que escuchamos al caer la lluvia. Por cierto,
actualmente, también la música es otra de las consecuencias de la conciencia
colectiva sometida a cuerdas mal tocadas. También ésta viene ya prefabricada y
se consume enlatada como casi todo lo demás. Sin embargo, a pesar de su
estridencia, no vivimos sin ella. Y hasta puede ser que esta música disonante y
abreviada sea otro de los tantos background-programs usados para
dominarnos; algo así como un sistema sonoro que controla nuestra capacidad auditiva (ésta, dicho sea
de paso, tarada, gracias a los altos decibelios emitidos a través de
alto-parlantes que dan voces de mando, aullidos feroces, truenos
discursivos...).
Es posible que el frenesí económico imperante haya roto la cadencia del
ritmo en la palabra. Y que, en cierto sentido, hablemos como las lombrices, que
no hablan, claro está. Solamente se arrastran, dejando, a veces, la huella de
su movimiento. ¿Comunicación? Las poderosas manos que desde las alturas dominan
la matrix, cubiertas con guantes de seda, nos han dado una tecnología
cada vez más sofisticada. Y la tecnología está dominando nuestros bolsillos,
calando en nuestros cerebros como sustancia nutriente. Y los titiriteros
invisibles, hacedores de la matrix-rectora de nuestra conducta social
(estos hacedores invisibles, por cierto, son los mismos que dan las
predicciones del tiempo atmosférico) nos han convencido de tener la necesidad
imperiosa de ser veloces como el rayo. Pues, sin velocidad, no hay tiempo. Y
sin velocidad no hay mundo. Así, la velocidad está dominando por completo la
potencia del verbo. Y la “inteligencia artificial”, fruto de la inteligencia
que construye violines, está yéndose por encima del auto-control de nuestras
emociones más simples. Así, preferimos “hablar” por whatsapp o por
cualquier tipo de medio telemático. Eso es más rápido y también más “inteligente”.
Y, ante todo, colma nuestra necesidad de sentirnos poderosos sobre aquellos que
perecen aún en la afanosa batalla de querer aún conversar. En fin, que
hablamos, pero conversamos cada día menos. Se está perdiendo la cadencia de las
ondas del sonido emitidos a través del cuerpo. Se está perdiendo el contacto
directo con lo más humano de nuestros sentidos. Se están posando símbolos raros
en lo que antes fuera creatividad artesana. Se están perdiendo las coordenadas
del carisma espiritual. Nos estamos perdiendo en la trama y la urdimbre
tejidas desde las alturas para que seamos más veloces y capaces y adaptables; para que entremos a formar parte activa de eso a lo que algún hombre de las cavernas, perdido a lo largo y ancho del planeta,
ha denominado “modernidad”.
Claro, siempre hay una salida. Y es que queda aún el camino de los poetas
locos. Esos que agarran la música con sus manos para darle la carencia al
ritmo. A fin de que no se pierda el sonido de la vieja lira. En contra de los
tejedores invisibles que dominan nuestra inteligencia y nuestra alma.
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