Por Astarté.
León, España.
Igual que la elección de abrir o no un baúl de respuestas (¿sabes?, por
aquello de no estar abriendo la caja de Pandora sin saberlo...), cruzo mis
brazos y me apoyo en la pared de esta habitación tan íntima. Entonces, empiezan
a aflorar los ¿y si esto o si aquello o si lo de más allá...?, por
ejemplo: ¿Y si no me creen? ¿Y si no me entienden? ¿Y si no me aceptan? ¿Y
si no me admiran? ¿Y si...?... Aunque, en cualquier caso, la pluma
estaría siempre al alcance de mi mano, eso sí. Desde hace días quiero escribir
lo que alguien me contó y nunca escuché en su versión más integral, tal vez,
por considerarlo no del todo importante. ¡Nada!, ¡cosas de la vida! Y a Lía,
personaje legendario de mis epopeyas personales, se le podría agotar el
repertorio de anécdotas y de circunstancias por no ser lo
suficientemente tomada en cuenta por mí, que soy su artífice... Este personaje
que aguarda aún, lleno de la paciencia propia de los seres mitológicos. Aguarda
en su pompa de jabón blindada, en su concha. ¿Y qué es lo que aguarda, específicamente? Pues
bien, aguarda algún tipo de rescate... (¡Yo sería su salvadora, nada más y nada
menos...!). Algún tipo de rescate para salir de su encierro. Pero, ¿y si luego
de escribir sobre ella no me llenan de alabanzas? Y es que
tengo la firme sospecha de que la gente (me incluyo en el género) necesita que
se le cuenten historias de barrio, de esas espeluznantes, salidas a la luz por
los poros del cotilleo y no más. Y en tal caso, mi eterno dilema, éste que
refiero de abrir un baúl de respuestas, quedaría en pie. Y Lía podría perecer,
prisionera de sus miedos. Y ello no me parece bien. No.
Nací un día de primavera, de esos en los que llueve muchísimo en el
trópico. Un dato interesante a reportar del día de mi llegada a esta vida es que,
según cuentan los que allí estaban, nací morada a causa de mi caprichoso afán,
a última hora, de usar el cordón umbilical como gargantilla. En fin, que llegué del
mismo modo en el que el cotilleo histórico refiere el alumbramiento de Julio
César, por cesárea, bajo el filo del escalpelo en un salón de urgencias. ¿Qué
habría sido de mí si los médicos no hubiesen acudido a tiempo? No lo sé.
Probablemente, no estuviese ahora mismo aquí, escribiendo todo esto. O sí. Eso
nadie lo sabe muy bien. Por supuesto, si tal cosa hubiese ocurrido, estaría contando otra historia que no es ésta. Pero igual da, pues el dilema continuaría
latente. Y bien, aquel día; es decir, el de mi nacimiento, no me esperaban (llegué antes de tiempo, de acuerdo con la cuenta de mi madre). Desde la ventana de la habitación de la clínica solamente se veía llover a cántaros y el sol parpadeaba entre los pliegues de la cortina de agua. El aire estaba preñado de humedad y la sala repleta de gente que iba y venía, corredor arriba, corredor abajo. Todos esperando algo nuevo, como es el nacimiento de alguien nuevo.
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(Este relato continúa, por supuesto).
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