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«¡Compra manzanas rojas!», pregonaba por las calles. Iba descalza. Caminaba sin mirar a los ojos de los transeúntes. Llevaba una cesta de mimbre raída por las circunstancias: «¡Este es el fruto del pecado! ¡Compra manzanas rojas!», repetía… Pero no eran precisamente manzanas, sino pan viejo que recogía de los contenedores. Una tarde, me le acerqué y le pregunté por qué decía que aquel pan era el fruto del pecado. Me miró a los ojos. Y con la expresión de quien no cree tener la obligación de contestar preguntas estúpidas, alzó el puño y con tono amenazante gritó a los cuatro vientos: «¡Desperdiciar el pan es el mayor de todos los pecados!»… Y siguió su camino lanzando migas a las palomas. Y las palomas, los perros callejeros y las hojas secas la acompañaban. Había cambiado razón por amor. Era libre.
© Rosa Marina González-Quevedo