Por Astarté.
León, España.
Esto son los amigos: una serie especial en el mar
del afecto. Son aquellos que, raras veces, van con nosotros a comprar el pan.
En ocasiones, desprecian nuestro modo de vida,
para vivir, sin saberlo, vidas paralelas. Algunos, entre ellos, llegan a
cambiar de barrio, ciudad o pasaporte, pero nada nos dicen (por aquello de
cumplir con la vieja tradición del
silencio). Puede ser que, cierta vez,
nos engañen o nos mientan. Y que, por razones de ego, premien nuestra más
absoluta confianza con laureles de adorables traiciones. O que, con frecuencia,
nos envidien por minúsculos logros, sin dejar, claro está, de coronar con las perlas del “sano altruismo” el
clímax de nuestros peores reveses. Podrían, ¿por qué no?, olvidar la fecha de
nuestro cumpleaños, no obstante lleven con precisión el cálculo exacto de los
años que hemos cumplido. Estando lejos, llegarían hasta a olvidarnos. Estando
cerca; a borrarnos por completo de la mente. Saben que, en el instante preciso,
allí nos tendrán, por siempre, al alcance de sus más lúcidos sueños. Ostentan
de cuán triste llevan la vida, ocultando, a tientas, felices datos en sus
cuentas bancarias. Nos brindan ayuda incondicional sin quitar, por supuesto, la
posibilidad de fallos o imprevistos. Ríen y beben a nuestra salud en los bares.
Nos envían flores al tanatorio cuando fallece un pariente...
No pueden, sin embargo, cargar con nuestras deudas, ni tampoco alzar la piedra
que llevamos sobre la espalda. No cuentan, ni contarán con las facultades
requeridas para tocar el cielo de ideas que, por condición personal, nos
pertenece. Y aunque sean sustancia esencial en el maremagno de nuestras
emociones, no podrán jamás llegar a vivirlas. No amarán por nosotros. Ni
morirán en nuestras angustias, errores o miedos. De tanto en tanto, no dejarán
abiertas sus casas, aunque nos hayan prestado la llave. De vez en vez,
callarán lo que piensan, ocultándonos
todo lo que saben... Y qué le vamos a hacer, si somos así los amigos:
Constantes, exiguos. Y extrañamente
fieles.