Por Astarté.
León, España.
Tan
importante como insuficiente era su propósito de cruzar el viejo camino para
hallar las amapolas silvestres. Estaban del otro lado del río. Eran rojas y
crecían en el prado, perdidas en la lejanía. Y él, hombre de futuro con
escuetos retoques de presente, había decidido cortar amapolas esa mañana, muy
temprano, a la salida del sol. Pero como para él, repito,
hacerlo era importante y, a su vez, insuficiente, olvidó llevar consigo la brújula del tiempo. Su máximo deseo estaba, sobre
todo, oculto en la vanidad de lograr una obra personal. Y dado que, siendo
flores al fin, las amapolas son obra de la naturaleza y no de ser humano
conocido, el viejo caminante emprendió la marcha para atravesar el río... aunque no convencido del todo... no
carente de dudas...
Y bien, una vez recogidas, ¿qué hacer con ellas?...
¿Acaso un brebaje?... Tendría que informarse lo mejor posible:
...Quien
quiera tener una visión durante el sueño o una revelación, ha de bañarse siete
días seguidos en una bañera con agua tibia, en la que habrá echado,
previamente, una infusión de amapolas
sobre la que habrá rezado está oración: "Padre amoroso, sea tu
santa voluntad revelarme lo que deseo saber por medio de un sueño, así como a
menudo revelaste por sueños la suerte a nuestros predecesores. Concédeme esta
petición por la gloria de tu santo nombre"..., había guardado esta información, leída en una de las
tantas páginas web buscadas. Había, además, leído que la amapola es flor de la
luna. Él recogería, pues, tantas amapolas como fuese necesario. Y de sus
poderes mágicos, construiría su enorme sueño personal. Así, cuando el sol
salió, el anónimo andante de viejos caminos calzó sus zapatillas verdes y se fue
a conquistar lo que Dios creó.
A lo lejos, en medio del prado, un cordel de agua
indicaba la dirección correcta, aquella que le llevaría al sitio donde más
crecían las lunáticas flores. El campo perfumaba de verano naciente. Y como era
domingo, la gente dormía la resaca del sábado y en la ciudad reinaba un
silencio no del todo terrenal. La hierba, recién regada de noche, estaba
completamente mojada.
Atravesó el
estrecho puente de madera, cruzó el río y llegó al lugar donde dormitaban las
dueñas del campo. Fuertes y, al mismo tiempo, frágiles (como si fuesen de
papel), se erguían sobre la hierba. Eran pinceladas granate matizando
aquel paisaje. Y el caminante pensó que, quizás, fuesen prendas con demasiado
lujo para su taller de sueños. No obstante, las cortó... (doce, quince,
veinte...), para llevarlas. Las depositó en un saco de yute. Y dándose la
vuelta, buscó de nuevo el puente... pero sin verlo ahí, donde antes estaba...
Sin saber en qué punto del camino se había escondido aquella rústica armazón de troncos, nudo en
su paso de regreso al hogar. También el río había desaparecido, así, como por
arte de magia. Y ahora, en su lugar, se abría un abismo, tan ancho como la
entrada al Hades.
Ya no era muy
joven. Y estaba cansado. Y sin río y sin puente, de nada le valdría su afán de
retornar. Tenía, sin embargo, aquel bien preciado que había ido a buscar y
llevaba en el interior de su saco de yute: las amapolas silvestres.
Se extendió en
la verde pradera. No era la primera vez en la historia del recuerdo que esto
sucedía. Y sin saber cómo y por qué, le vino a la mente la figura de Er, el
guerrero de Panfilia, el cual, tras morir en batalla, despertase, doce días más tarde, en la pira
funeraria para contar lo visto en su viaje al más allá.
A este punto, cerró los ojos, con
la idea de construir, de nuevo, el paisaje de regreso al hogar. Claro que, las
amapolas silvestres, flores de la luna, son vanidosas. Y no permiten al
caminante, así como así, profanar el sueño de la vida para entrar en territorio de almas errantes. Menudo rollo,
pues, el del viejo profanador de verdes senderos, que se atrevió a atravesar el
hueco de la aguja sin conocer bien el secreto de los antiguos alquimistas, el
mayor de todos: la humildad de construir un sueño, rechazando, absolutamente,
la deliciosa tentación de cortarles las piernas a las hadas.