Por Astarté.
León, España.
En el extraordinario ir y venir de los días confundo
la idea del tiempo que he dado a la vida. Y si ayer, por ejemplo, jugaba a
tirar los dados de algún por-venir tremebundo, mañana, probablemente, jugaré
con las cartas de lo irremediablemente vivido. Pero hoy... ¿cuál es mi juego...?
Pues, digo que hoy cuelo el café matinal y me visto de horas para hacer del día
un salón donde juego a soñar. Mientras tanto, el sol de agosto
limpia el cielo de sombras y luna (aunque las sombras sigan ahí, detrás de la
ventana, y la luna esté en su corredor,
a mitad de camino). Como vemos, hablar del presente es una hazaña; un acto del
habla, descriptivo y audaz (los sentidos nos engañan...). Pero, igualmente, la
certeza de que aquella vecina está, ahora mismo, tendiendo su ropa mojada y que
mi gata se ha escondido en el armario son datos que anoto en mi cuaderno (como
si se tratara de un común estudio de campo). Yo, por si cambiaran las
reglas de la percepción, no me escondo y no me expongo en exceso. Tampoco me
cohíbo, aunque no me arriesgo en demasía. Solamente abro la puerta y salgo. Me
desprendo de mi ropa, de mis libros, de mi piel... Y me miro. Pero no es fácil
hacerlo. Puedo jurarlo.
***
Hoy, en el camino de regreso a casa, encontré una
piedra (de esas que recojo a cada rato por la simple curiosidad de observarla
o, quién sabe, por si acaso pudiera ganar de ellas un poco de poder y
resistencia). Mi hijo imaginario me pide explicaciones de por qué los grillos
chirrían tan alto (él dice que los grillos chirrían y no que cantan y no se
equivoca del todo...). Y yo juego a explicarle con una vieja fábula, inventada
para salir de aprietos a la hora de dar explicaciones sin tener respuestas. Él
me mira (sé que me observa). Y en su fantasía construye un castillo,
equilibrando cientos y cientos de cuerpos duros (como mi piedra del camino).
Luego, con ojos vivaces, me reta a duelo. Y yo, que vivo de jugar al por-venir
y de entretejer manías de historias en las que entra a jugar el irremediable
pasado, lo visto (a mi hijo de ensueños), lo calzo y le abro la puerta. Y le
pido que no se aleje demasiado. Y lo miro. Marcha radiante de juegos. Y dejarlo
partir no es fácil. Esto también puedo jurarlo.
***
Escucho música (me gusta hacerlo, igual si estoy
sola que en compañía). El deseo de cocer gambas en salsa picante y acompañarlas
con un buen vino es, puedo asegurarlo, una idea fija. Y como, según he oído
decir, las ideas fijas no nos llevan a buen sitio, sustituyo mi deseo de gula
por uno mucho más simple que no escribo. Pero igual da: todos los deseos son,
más o menos, harina del mismo saco (todos pinchan con alfileres los sentidos).
Sin embargo, tomo nota de ellos y los guardo (al final siempre sirven). Me siento
en el salón de juegos, tratando de seguir observando mi cuerpo desde fuera de
su piel. Pero, extrañamente, veo un bulto, un amasijo de materia irradiando
energía. Y entonces hago un esfuerzo (agotador, por cierto) para observarme sin
mi hatillo de costumbres (de esas acumuladas a través de mi idea del tiempo).
Mi hijo imaginario se ha ido. También yo (desde que abrí la puerta, y eso ya
pertenece al pasado...). Algo, sin embargo, me da la certeza de que hoy no es
un día cualquiera, por el simple motivo de que ningún día (teniendo en cuenta
esa idea del tiempo que me hace errar) lo es. Y si no bajo al bar... Si no
cargo mi viejo fusil con flores, peces y tierra es porque, a pesar de observar
lo que no puedo, vivo.