Por Astarté.
León, España.
El derecho
natural a la memoria es algo que debemos conquistar por nosotros mismos. Y digo
memoria para referirme, no ya a los recuerdos que con frecuencia nos
asaltan como saqueadores de camino. No. El derecho a conquistar nuestra más
legítima memoria es una condición que apenas explotamos por no saber cómo.
Hace poco me
remonté en un vuelo mental hacia aquel territorio de la niñez en el cual
almacenaba cajas de juguetes, muchos de estos perdidos, otros regalados. Ya
sabes, para muchos, al crecer una de las cuestiones más difíciles de resolver
es ésa de qué hacer con los juguetes y a quién darlos... A quién que los sepa
querer como los quisimos. Alguien aparece, por supuesto. Pero en esos instantes
de nuestra vida, el egoísmo, amarrándonos a un poste de negaciones, nos aparta
del camino hacia la memoria. Específicamente, de todos mis juguetes queridos,
lamento no poder recordar dónde fue a terminar sus días aquella muñeca llamada
Lidia. Mi apego material a ella estaba tan arraigado en el espíritu de la
posesión que no me permitía dejarla irse hacia la luz. Pero no es esto lo más
importante. Decía que hace poco me remonté, mentalmente, hacia un rincón de mi
niñez repleto de cajas de juguetes. Era un armario empotrado en la pared
de mi habitación. No sé por qué los armarios empotrados me atraían, sobre todo
cuando pernoctaba en algún hotel junto a mis padres. Entonces, me encerraba en
ellos a cal y canto. En el caso de la habitación de un hotel, llegaba a creer
que aquel encierro voluntario era una salida hacia afuera, cuando tomando el
ascensor (que en este caso era el armario) por mi cuenta decidía bajar al lobby
del hotel sin ningún tipo de custodia familiar. Representaba, claro está, un
juego, una especie de liberación, un viaje al mundo de los adultos. Pero luego,
cuando volvía a casa y me encerraba en el armario de los juguetes,
completamente a oscuras... voluntariamente a oscuras... Ahora que pienso en
ello, era algo así como la búsqueda de mi memoria ancestral. Algo así como
regresar al útero materno donde reina el silencio. Probablemente, para
reencontrarme con un proyecto de vida, previamente establecido por mí misma
antes de nacer. Lo que me impulsaba a hacerlo no lo sé, aunque hoy en día puedo
imaginarlo. Sé, sin embargo, que a finales de este verano, en mi regreso al
armario de los juguetes, volvieron a mí (o yo volví a ellas...) imágenes vivas:
aquella ventana recibiendo el sol de la mañana, el muro bajo limitando nuestra
casa con la del vecino, las ramas del árbol de mango cayendo del otro lado del
estrecho patio exterior... Y pude verlo todo desde arriba. En vuelo. Para
volver, una vez más, a la oscuridad de aquel armario que olía a humedad por
dentro.
Y bien, ¿a
qué se debe entonces toda esta remembranza actual? Tal vez, será que la
conquista de la memoria es un acto atemporal. Y que ésta no se reduce a los
recuerdos del ego enfurecido o enaltecido, despiadado o caritativo, buscador de
fuertes emociones. No. Para conquistar la memoria, quizás, debemos desear el
regreso a nuestros armarios oscuros, en los cuales reina el silencio y donde la
luz es sombra. La sombra y el silencio que ayuden a no recordar
simplemente, sino a entrar en el mundo del recuerdo. Alguna fuerza personal, un elemento de nuestra energía nos
propone regresar a la memoria. Lo más difícil es darnos cuenta de ello.
Personalmente, deseo llegar a saber si me he dado cuenta de algo y si mi viaje
retrospectivo a aquel lugar de la niñez no ha sido, solamente, otro de los
juegos de la mente.