Por Astarté.
León, España.
Mirándome al
espejo acabo de “descubrir” que llevo prendas en casi todo el cuerpo. Habría
tenido pocos días de vida cuando me perforaron los lóbulos de las orejas para
engancharme mis primeros pendientes. Y los pendientes fueron el inicio de mi
intimidad con otros elementos que, poco a poco y “gracias” a la herencia
cultural (adquirida y luego transmitida) devinieron “imprescindibles” para el
porte y el aspecto de una criatura que abría sus ojos al mundo (importante
saber en cuál de los mundos abrimos los ojos): cadenitas de oro o de plata,
alfileres con azabaches u otras piedras que sirven para proteger contra “mal de
ojo” o “mala suerte”, medallas con inscripciones (por ejemplo, con las
iniciales del nombre), símbolos religiosos o afectivos grabados en los dijes,
etc. comenzaron a participar en la elaboración de “la marca” del individuo que
apenas nacía, sin que éste pudiese controlar este proceso de “etiquetaje
personal” predefinido.
Independientemente
de sexo, época o cultura, la mayoría de los seres humanos nacidos en nuestro
planeta viene sometida, desde edades tempranas, al poderoso “lenguaje de las
prendas”. ¿Gusto estético?, ¿arte?, ¿dogma?, ¿sentido de poder social o de
potencia? Todo eso, claro está. Creo, sin embargo, que nuestra adicción a usar
prendas como don (entre humano y divino) forma parte, de antemano, de un
programa de control en el que nuestro ego juega el rol de “víctima”
imprescindible.
Si ahondamos
un poco en el asunto de “lo que nos dicen” las prendas que usamos nos
llevaríamos, probablemente, la sorpresa de conocer lo propensos que somos a
“encanalarnos” y a “clasificarnos” en especies, categorías y series a partir de
parámetros prefijados. En una sociedad como la occidental, por ejemplo,
resultaría del todo “raro” que a un varoncito recién-nacido se le perforara los
lóbulos para ponerle pendientes, aunque se sepa que usar pendientes es para él
una posibilidad que cabe del todo en su vida personal futura. De igual modo,
las alianzas de esponsales no irían jamás al dedo de un bebé, no obstante quepa
la posibilidad de que esta personita llegue, un buen día, a casarse delante de
un altar con todas las de la ley.
Me abstraigo
ahora de todo lo escrito anteriormente para mirarme, una vez más, a este espejo
que llevo conmigo. Entonces, al ver mis joyas, me siento poseer todo lo que a
veces me puede llegar a faltar: seguridad, coraje, belleza, posición social,
sentido de poder... Y es que, en general, estamos convencidos de que nuestro
cuello puede ser bello y sensual, pero de que, con un collar, lo sería aún
mucho más. Así mismo, cambiamos nuestra imagen, midiendo la necesidad de
llevarnos puesto esto o aquello según la ocasión. En todo caso, la “importancia”
de la prenda en uso deberá corresponder a la importancia del acontecimiento.
Hablo, por supuesto, también de las prendas de vestir y de calzar, así como de
cualquier accesorio que agreguemos a la visión que tenemos de nosotros mismos:
a falta de dominio sobre el prójimo, en ciertas ocasiones, la prepotencia que
tendemos a ejercer sobre Madre-Natura tiene que ver con la asimilación corporal
de objetos naturales. La “civilización” se vuelve, en tal caso, diametralmente
opuesta a la naturaleza: más “natural” es la prenda que poseemos, más legítimo
será el poder que ejercemos sobre ella. Pieles de visón o armiño; pulseras de
diamantes; bolsos de cocodrilo, estatuas de marfil... La naturaleza “plegada” y
agregada, como objeto, a la más personalizada proyección social de nuestro ser,
fiel demostración de autoridad, equivocada sensación de llegar a ser
físicamente eternos. Claro que, a pesar de pensar en todo ello, no renunciaré a
mis prendas. ¿Cinismo?
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