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Perdóname,
Juan, no he querido herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba
abierta ¿sabes?… Y escapé. He tenido otras ocasiones similares pero me ha
faltado coraje para echar a volar. Sin embargo, tarde o temprano tenía que suceder:
una gorriona no puede vivir en cautiverio sin morir…, así que, sin planteármelo
demasiado, decidí romper la barrera de la incertidumbre. La costumbre puede
vivir encerrada; es más, suele hacerlo por ley natural porque se alimenta de la
comodidad. Pero el amor… ¡Ay, Juan!, el amor no resiste el peso del cautiverio
y un buen día, olvidando la alambrada de oro y la ración de apetitoso alpiste, salta
hacia el mundo exterior… ¡Ssss, calla, no digas nada! Ya sé que afuera hay hambre
y frío. Ya sé que…
—Lola, ¿hay café?
Juan ve una peli de John
Wayne, El gran MacLintock. La ha
visto no se sabe cuántas veces. Dejo de escribir mi carta, esa que empiezo
siempre y nunca termino. Suelto la plancha. Entro en la cocina. Caliento una
taza de café y se la llevo. Me siento a su lado, en el sofá:
—Juannn…
Quiero preguntarle algo
pero no me escucha. Parece estar hipnotizado por la escena en la que la Señora
MacLintock acaba de llegar a casa y su marido, para no perder la vieja rutina,
está borracho. Ambos personajes intercambian palabras y el mayordomo se
inmiscuye en la conversación… ¿Vas a
quedarte ahí, con esa cara de estúpido, mientras un empleado insulta a tu
esposa?… Juan ríe a carcajadas. Me ignora.
Me levanto del sofá y
regreso a la habitación para continuar dialogando con el maldito cuello de la
camisa y con todas las arrugas crecidas y multiplicadas por la tela. Suspiro al
ver también multiplicadas las arrugas en mi piel. Entonces, tomo de nuevo el
boli y vuelvo a empezar la carta que conozco al dedillo. Puedo repetirla frase
a frase: Perdóname, Juan, no he querido
herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba abierta, ¿sabes?… Y escapé…
¿Y si lo hiciera? ¿Y si
me fuera de estas cuatro paredes para nunca regresar, qué sería de ti? La
ventana que da al jardín está abierta. Observo el prado familiar y mi vista
corre hasta la valla que limita nuestra propiedad, una alambrada de púas
bordeada por una acacia deshojada y reseca. En una de sus ramas hay un pequeño
gorrión, que no será un gorrión, sino una gorriona como yo. Una gorriona, en
este caso, libre.
Respiro profundamente y
retomo la escritura desde el inicio: Perdóname,
Juan, no he querido herirte, mucho menos traicionarte. Es que la puerta estaba
abierta ¿sabes?… Y escapé. He tenido otras ocasiones similares pero me ha
faltado coraje para echar a volar. Sin embargo, tarde o temprano tenía que
suceder: una gorriona no puede vivir en cautiverio sin morir…, así que, sin
planteármelo demasiado, decidí romper la barrera de la incertidumbre…
Sobre mi mesita de noche
está tu fotografía. Te ves estupendo a los veinticinco años. Fue cuando nos
conocimos. Era domingo. Estabas en la calle cambiándole una rueda a tu moto y
yo paseaba con mi amiga María Cristina. Ella dijo una bobada, algo así como me encantan los chicos que pinchan ruedas
los domingos. Tú la miraste e instantáneamente apartaste la vista hacia mí
y me sonreíste. Así te conocí, con las manos sucias y la mirada ardiente. Y
ahora no me escuchas cuando te hablo. ¿Acaso un vaquero del Oeste americano es
más importante que yo? Pues bien, Juan, quiero que sepas que hoy se acaba este
juego. Hoy firmo esta carta y vuelo. No podrás detenerme porque la costumbre puede vivir encerrada; es más, suele hacerlo por
ley natural porque se alimenta de la comodidad. Pero el amor… ¡Ay, Juan!, el
amor no resiste el peso del cautiverio y un buen día, olvidando la alambrada de
oro y la ración de apetitoso alpiste, salta hacia el mundo exterior…
—Lola, ¿hay café?
Dejo otra vez la plancha.
Entro en la cocina y salgo con la taza en la mano. Me siento a tu lado. Tú
estás viendo la película de John Wayne, la misma escena de siempre. Ríes. Me
ignoras…
Regreso a la habitación.
La ventana está abierta. Hay una gorriona libre (¡LIBRE!) posada en el seto
espinoso, dispuesta a cruzar la frontera hacia el bosque. Creo que un día
logrará volar hacia la luz. El amor siempre vuela.
Yo, sin embargo, continúo
aquí, atrapada entre la habitación y el salón sin saber qué me ha sucedido. Así,
para averiguarlo, reproduzco los fragmentos que han quedado en mi memoria como
si pasara hacia atrás un filme en blanco y negro. Entonces vuelvo a ver el
infarto y a ti, Juan, entrando en la habitación, desesperado. Luego llegan
ellos, los hombres vestidos de blanco… Y escucho el ensordecedor sonido de la sirena
de la ambulancia que se detiene ante la puerta de Urgencias… y nada comprendo. En
realidad, no sé por qué plancho siempre esta camisa y escribo esta carta que
nunca firmo. No logro darme cuenta del porqué voy en ciclos de la habitación al
salón y del salón a la habitación. Será tal vez la costumbre, pienso.