Siento
aún su mano deslizarse por mi vientre. Siento aún su dedo presionando mi vulva
para entrar, con violencia, en mi vagina. Le encantaba mirarme a los ojos
cuando ejecutaba ese desagradable ritual que él llamaba «juego preliminar»: ¿Te gusta?, me preguntaba. Y yo le respondía
que sí. Pero él se daba cuenta de que le estaba mintiendo. Y para
demostrármelo, sacaba el dedo de mi interior y me sujetaba la cara por el
mentón, obligándome a mirarlo fijamente:
─¡Qué
te va a gustar, si eres frígida!... ¿Ves? Estás más seca que una piedra puesta
a hornear ─me decía. Y me restregaba el dedo por la boca, haciendo todo lo
posible por humillarme─: ¡Puta! ¡Ya te enseñaré lo que es bueno!...
Yo
sentía una ola de sangre golpear mi rostro; no podía saber si era de ira o
vergüenza. Lo cierto es que mi turbación le excitaba aún mucho más, hasta el
punto de lanzarse sobre mí como un animal salvaje:
─¡Toma,
cerda! ─repetía mientras me poseía con la fuerza de un toro.
Y
así, tiraba de mi cintura una y otra vez, pronunciando frases despiadadas. Luego,
tras darme repetidos encontronazos contra el colchón, eyaculaba (al hacerlo,
emitía un ronquido bestial). Y al final, lo de siempre: caía boca arriba, rendido.
Entonces,
llegaba el momento de levantarme de la cama. Me tiraba la bata por encima y, en
puntas de pie, entraba al baño. Me lavaba dos o tres veces. Y aprovechando que
él estaba profundamente dormido, iba al salón. Me acostaba en el sofá. Encendía
el ordenador. Me conectaba a Youtube.
Y buscaba lo mejor de esos vídeos calientes que me invitaban a acariciarme y a
saciar mi placer contenido.
Por
la mañana, se iba a trabajar. No regresaba a casa hasta muy tarde. No me esperes a cenar, que todavía tengo
mucho que hacer en la oficina era su pretexto favorito. Y sin crearse por
ello cargos de conciencia, aparecía a las tantas, preñado del olor de otra
mujer, con aquella fragancia que yo había aprendido a distinguir muy bien: J´ador usaba la zorra, J’adore y carmín bermellón, etiqueta
indeleble en el cuello de las camisas de mi marido.
En
cierta ocasión, mientras ponía su ropa en la lavadora, se me ocurrió
preguntarle por aquellas manchas. ¿Es que
eres tan idiota que no sabes que es pintalabios?, me respondió con sobrado
cinismo. Y lloré durante el día y
parte de la tarde. Era domingo. Esa noche íbamos a reunirnos con su jefe y
otros colegas (y con sus respectivas mujeres, por supuesto). Mira a ver cómo haces para quitarte la
hinchazón de los ojos, que van a pensar que te he maltratado, fue todo lo
que me dijo. Y entonces, me retoqué
con dos capas gruesas de base de maquillaje. Me pinté la cara como para ir a un
concurso de máscaras. Me puse un vestido de noche, tacones altos... Sabía lo
que me esperaba: una conversación insulsa, una velada con sabor a plástico y un
regreso a casa enfrentando algún reproche: ¿Quién
coño te mandó a preguntarle al jefe por mis vacaciones? ¡Eso a ti no te
importa! Total, sean cuando sean, nos iremos de viaje igualmente.
***
Seis
meses de noviazgo fueron suficientes para creer que nuestra vida conyugal iría
a pedir de boca. Nos casamos por la Iglesia, como Dios manda. Un mes antes lo
habíamos hecho en la oficina del Registro Civil. Y allí estaban todos:
parientes, amigos, vecinos y colegas. Ese
chico es buen partido me decía mi madre, quien aceptaba con beneplácito
nuestra relación.
Pasamos
en Roma la luna de miel. Recuerdo que caminábamos sobre el puente que atraviesa
el Tíber, robando el encanto de las pintorescas callejuelas del Trastévere,
recorriendo el ghetto ebraico[1] con
sus románticos mesones, merodeando bajo el Pórtico de Octavia (donde dicen que
pasea el alma de la lujuriosa Berenice[2])...
Fueron, en fin, noches de estrellas en las que, tomados de la mano,
atravesábamos Piazza di Spagna y
lanzábamos monedas en la Fontana di Trevi.
Fueron tardes fantásticas y atardeceres peregrinos cargados de crepúsculos que
parecían ser tan eternos como aquella ciudad.
Sin
embargo, a pocos días del regreso, nuestra vida de pareja comenzó a cambiar. Él
se tornaba cada vez más extraño; sobre todo, por aquello de esconder en el
cajón de su secreter pertenencias que debían quedar fuera de mi alcance:
─¿Qué
guardas ahí, cariño? ─me aventuré a preguntarle un día, esperando una
satisfacción de su parte.
Pero,
para mi sorpresa, mi pregunta fue el detonante de su primer gran desplante: ¡Son cosas mías que no te incumben!
Y
juro que no quería develar su secreto.
Pero
el diablo andaba rondando por nuestras vidas. Y su descuido de aquella mañana en
la que dejó abierto el misterioso cajón del secreter fue la estocada que desencadenó
su infierno interior. (No tuve tiempo de cerrar de nuevo el mueble antes de que
regresara a la habitación).
Entonces,
supe que él no podía amar a nadie; ni a mí, ni a ésa que se jactaba de ser su
amante manchando sus camisas con lápiz labial. Supe que tampoco podría llegar a
regalarme rosas ni a escribirme cartas de amor ni a susurrarme al oído palabras
tiernas. Supe que no podía existir amor en las tinieblas del miedo. Pues yo,
sin querer, aquella mañana había descubierto los fetiches de una Era terrible
en su vida, una etapa cruel en la que su humillación quedaba atada a su oscura
adolescencia, atrapada en los brazos de quien le había obligado a descubrir su
condición de hombre con escenas de felaciones y masturbaciones disfrazadas de
protección materna...
Mientras
tanto ─y para mi total infortunio─ él, a mis espaldas, observaba mi estado de
petrificación y sonreía, planeando en su mente el castigo que me aplicaría:
─¡Por
favor, NOOO!... ¡Por detrás NOOO!... ¡Palos NOOO!... ¡NO ME DESGARRES!
No
obstante, ahora que él ya no está en este mundo, me pregunto si habrá alcanzado
al fin la paz.
No
le guardo rencor. No. A fin de cuentas, su cruel condena me permitió saber que,
en un rincón de mi alma, seguía oculto el deseo de seguir viviendo... En fin, puedo
perdonarle mis horas de terror, pero... Haber vivido con la boca amarga... Haber
visto tantas veces despuntar el alba desde el sofá, aguardando lasciva y
solitaria... ¡ESO SÍ QUE NO SE LO PERDONO!
Al
menos, no en mis sueños.
Rosa Marina González-Quevedo.
León, España, marzo de 2018.
[1] Tr.: gueto hebreo
[2] Referencia a Berenice de Cilicia,
hija de Herodes Agripa I, Rey de los judíos (conocido como Rey Herodes en los Hechos de los Apóstoles).