Como
una tarde de otoño.
(A las maestras que
tuvimos.)
Por Astarté (Rosa Marina González-Quevedo)
León, España.
Violeta o gris, no lo sé. Creo que más bien gris. Siempre llevaba gafas
oscuras. Por eso nadie podía saber a ciencia cierta cómo era su mirada. Y
vestía de gris. Eso sí, era bella aún como un día de primavera.
Al parecer, la posesión de
algún ser oscuro la atormentaba. Que la mujer solía darse baños con colonia y
cascarilla de huevo para ahuyentar el mal, eso decían las malas lenguas. Pero
el mal no se alejaba de su ingravidez humana. El mal lo llevaba muy dentro de
sí... En fin, ya sabes que en ocasiones la soledad es peor que el hambre. Nos
duele demasiado y nos hace daño. Mucho daño. Y no es que fuera supersticiosa o
que se dedicara a prácticas espiritistas o hablara con los difuntos. Es que, simplemente,
el mal lo llevaba dentro con la forma del vacío inapelable. Bueno, como todos,
sin diferencias. Sólo que a ella la impresión oculta de algún misterio la
perseguía sin darle tregua. Y su mirada era gris (o tal vez violeta) como la
tarde de un otoño anticipado. Pero nadie podía saberlo a ciencia cierta. Decían
también que le gustaba beber una copa de vino antes de irse a la cama. A veces
más de una copa, algunos aseguraban. Y que después se acostaba y se ponía boca
arriba, bien derecha hasta quedar profundamente dormida. Para irse por ahí,
andando por algún sendero onírico repleto de posibilidades para ser feliz.
¡Habladurías!
Era el panegírico de la melancolía. Eso sí, bella aún como un día de
primavera. Una leyenda con libros bajo el brazo. Su figura mitológica vibraba
por los corredores. Su silueta ataba lazos entre un sueño y otro. Su voz
cantaba cancioncillas infantiles que nos enseñaba con ilusión. Y bebía su copa
al borde de la cama hasta que, por fin, una noche marchó. Lo supimos aquella
mañana en la que al llegar al aula ya no estaba. Ni estuvo al día siguiente, ni
al otro, ni al otro. Emigró igual que un cisne, quién sabe si para hibernar en
algún lago frío durante el verano. Y nos quedó su mirada gris (o violeta)
enganchada a la percha de nuestra curiosidad. Nos preguntábamos unos a otros
por qué una mujer así, ¡tan bella aún!, tenía que marchar a escondidas sin
decir adiós. Y es que éramos muy jóvenes y por aquel entonces volábamos con la
piel abierta sin sospechar que la vida es una bailarina que danza en el ciclo
de las estaciones. O una mujer solitaria que, harta del sol, anticipó el otoño.
Con sus gafas oscuras y el gris de su mirada oculto tras el cristal. Como una
tarde de esas, cuando el verano no se ha ido del todo y el invierno está demasiado
lejos. Eso sí, bella aún. Como una tarde de otoño en un día de primavera.