Por Astarté.
León, España.
Armada de toda su paciencia fisiológica salió a la
calle. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los jardines de
la ciudad atinaban a ser imaginarios los colores a la luz del sol. Estaba
cansada; es más, agobiada de tanta espera. Pero su paciencia era enorme, sólo
comparable con la que tienen las mujeres grávidas al octavo mes y medio de
gestación. Y aunque, en este caso, no esperaba un hijo, era como si lo hiciese.
Se palpaba el vientre y sonreía. Los autobuses paseaban por las avenidas. Y
ella miraba el ir y venir de la gente como si fuera el mar. Olas ligeras
cargadas de espuma a veces crecían y
saltaban a la orilla.
Armado de
toda su química fisiológica salió a la calle. Era un día de abril del año tal,
no llovía. En los bares de la ciudad atinaban a ser audaces las copas a la luz
del vino. Estaba cansado; es más, agobiado de tanta espera. Pero su química era
feroz, sólo comparable con la que tienen los hombres solitarios al octavo mes y
medio de quedarse viudos. Y aunque, en este caso, no había enviudado, era como
si lo hubiese. Se palpaba la frente y
sudaba. Los coches corrían por las avenidas. Y él miraba el ir y venir
de ciclistas como si fuera el cielo. Nubes oscuras cargadas de lluvia a veces
pasaban y seguían su rumbo.
Armados de
toda la lucidez posible e imposible salieron a su primer encuentro. Era un día
de abril del año tal, no llovía. En los bancos de aquel parque atinaban a ser
mágicos los compases de la calma. Estaban cansados; es más, agobiados de tanta
distancia. Pero su lucidez era infinita, solamente comparable con la capacidad
del universo. Y aunque, en este caso, no eran ángeles, era como si lo fuesen.
Se palparon los rostros y se reconocieron. Los gorriones revoloteaban por entre
las ramas de los álamos. Y ellos, dichosos, miraron el reloj de la plaza vecina
como si fuera el punto de partida. Y entre olas y nubes, entre el mar y el
cielo vivieron el último instante de sus vidas pasadas cuando, al compás del
tiempo, cruzaron el puente.