PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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domingo, 31 de mayo de 2015

Allí, donde crece la palma, había una vez...


Nota de la autora: Mitología y memorias peregrinas de una isla es el título que he dado a una compilación de cuentos y relatos (reales y fantásticos al mismo tiempo), engranaje de historias en ocasiones alteradas por el recuerdo y la nostalgia, las cuales, en definitiva, no nacen exclusivamente en mi imaginación personal, sino en la memoria colectiva de una comunidad de gnomos perdidos en una dimensión espacio-temporal inversa a la realidad histórica narrada en discursos y textos oficiales. La presente publicación de la Introducción anticipa las claves escondidas en sus páginas. Pues allí, donde crece la palma, esperan y viven los míticos habitantes de Truculandia.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




Había una vez ... 
(Introducción del texto (inédito) Mitología y memorias peregrinas de una isla, de Rosa Marina González-Quevedo).

Por Astarté
León, España.


La isla en la que nací es larga y estrecha. Está rodeada de otras islas más pequeñas y de cayos. De hecho, es un archipiélago. Desde la altura parece tener la figura de un caimán. Pero, a pesar de su graciosa figurilla plástica en medio del planeta, desde dentro pierde la forma y se convierte en un espacio su-real, en el cual funciona un tiempo también su-real. En fin, un tiempo y un espacio imaginarios. O imaginados, si queremos ser más gentiles y pensar en ella (sigo escribiendo sobre mi isla) como el territorio de lo que bien podría ser y no es. A veces, he llegado a confundirme con su absurdidad (por ejemplo, en esos momentos en los que, por razones de falsa conciencia, creo haber perdido la llamada identidad personal).

Sin embargo, en la existencia física de mi isla hay algo que le permite estar siempre allí. Y ser siempre lo que es. Se trata, pues, de sus efluvios contagiosos. De la energía que expele y absorbe, porque tiene un carisma de la ostia y vibra y suena y grita hasta decir no más. Así, llegar desde afuera crea expectativas, entre ellas, la de suponer que llegamos a un carnaval. No obstante, una vez allí, la idea cambia. Y nos parece que nuestro viaje a la isla ha sido lo mismo que entrar en el estómago de un raro pez de aguas tropicales. Sí. Es igual que ir directo a un sumidero que traga y devuelve lo que ha engullido, como cuando las ballenas exhalan aire en un chorro de agua. En fin, que no sé quién hace más daño a quién, si ella a mí o viceversa. O ambas posibilidades. Lo cierto es que siempre voy y vengo. Aunque, a decir verdad, mi peor viaje hacia ella es con el pensamiento. Simplemente, porque es un viaje que amenaza con un “no-retorno”. Lo cual no significa que, al final, no logre escapar. Para volver. Y luego, volver a escapar.

Todo ello me hace creer que en la geografía de nuestro planeta personal hay puntos neurálgicos que entran y salen, se entrecruzan, formando el circuito (a veces caótico) dentro de un sistema nervioso central. Y aunque a veces lo niego, termino por admitir que, raramente, dejo de viajar hacia uno de esos puntos neurálgicos: el territorio de la memoria nacional, resumida en los recuerdos de la infancia, del barrio, de la escuela, del primer amor, de los huracanes, de los discursos, de las consignas... Es eso lo que no me deja emigrar del todo. Tampoco a ti. (Tú y yo somos la misma persona). Porque esa memoria nos ata a lo que ya no existe. Y nos amarra a lo que, a pesar de no existir, nos ha marcado en manera fenomenal para dejarnos rotas las articulaciones del pensamiento. La memoria (se me antoja denominarla ancestral), que nos vuelca sobre lo que nos hace sonreír, pero que también nos lanza sobre el resentimiento. Porque recordamos (no sé por qué sucede así), en primer lugar, aquello que no nos deja ser libres. No obstante a todo, somos capaces de sobrevivir. Y la supervivencia al recuerdo es dura. Pero posible. 

En estas páginas voy a contar, a través de relatos imaginarios, anécdotas y vivencias que son, al parecer, salidas de una olla de grillos. Así está mi mente. Y aunque no he sido capaz de hilvanar todas y cada una de mis ideas (por encontrarme en territorio del absurdo), he logrado (eso creo al menos) reservarle un puesto a la imagen de un ser lleno de fertilidad; ése resumido en forma de pueblo. O de sub-mundo. O de comunidad de gnomos. Con protagonistas que conducen en coches de papel por las calles del deseo, quizás con cierto aire melodramático, pero siempre buscando una salida del torbellino represivo que les atrapa. Un conglomerado de peregrinos, muchos de los cuales han escapado (otros no) como hormigas bajo los efectos de una bota muy pesada. Por supuesto, nada de especial. Nada que no pueda ser resumido en el movimiento de moléculas de un conglomerado cualquiera.

A veces, pienso que en esa isla en medio del mar no hay confines entre mito y realidad. Esta ha sido la razón de escribir algo acerca de su mitología, al menos, de mitos y leyendas que intento reconstruir a imagen y semejanza de cómo sucedieron algunos acontecimientos. Y, en tal caso, la reconstrucción es a golpe de furtivos recuerdos que interceden el presente como golpes eléctricos.  Ojalá que logre mi propósito de dar forma a algo que no la tiene, de dar rostro a algo que ha perdido el rostro. Porque la gente, en mi isla, ha emigrado. Y la isla está vacía. Allí la gente ha emigrado con el cuerpo, pero, sobre todo, con el alma. Buscando una salida al torbellino represivo que les atrapa.


Había una vez un proyecto de vida. 
Había una vez un calabozo de enormes dimensiones. 
Había una vez un sueño. 
Había una vez un extraño despertar.