PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




sábado, 8 de noviembre de 2014

Me estoy acostumbrando.



Por Astarté.
León, España.
  
Me estoy acostumbrando a quedarme sin ideas inmediatas, de ésas que resuelven situaciones o que, como dicen por ahí, “las salvan”. Estoy comenzando a aceptar ser un cuerpo hambriento devorado por el tiempo y una mente que no siempre desea “atreverse a tal o a cual” por estar, quién sabe, algo cansada. O mejor dicho, hastiada a causa de la noria comunicativa del día a día. Será por eso que la sorpresa o la vergüenza van dejando de tener un sitio privilegiado en el taller de mis emociones. Eso sí, me sorprendo a veces de mí misma. Y me lleno de un temor incontrolable cuando tomo acto de conciencia al reconocer que nunca nada es como fue, ni siquiera yo. O mejor dicho, sobre todo yo.

De mis amigos, mis fotos y mis libros; todo esto va quedando en un archivo sagrado que de vez en cuando abro y miro. Algunas veces sueño con ellos; otras, con recuerdos. Y me doy cuenta de haber perdido más de la mitad del entusiasmo por las novedades (la ventaja es que puedo caminar entre paredes y creer que es ése el entero universo). Por otra parte, y como alternativa, he perfeccionado el gusto por las cosas simples y por otras que tanto no lo son. No sabría, por ejemplo, qué hacer si me faltara mi fuerte y necesario deseo de colar café al despertar cada día. Bello es cada amanecer y todo lo que trae el sol. También yo. Pues me considero especialmente bella aunque en ocasiones piense lo contrario (por si acaso, puedo siempre sacarle partido a la ironía).

Y al final, hablando de los planetas más cercanos a mí; es decir, de ti y de todos los que como yo van y vienen por las infinitas carreteras del espacio-tiempo sonriendo y llamándose geniales... De los charlatanes que lo son y no lo saben y hablan y dicen lo que en desiderativo ambicionan ser... De los que hoy te besan y mañana te olvidan... Nada, que me estoy acostumbrando a no ser una excepción y a saber que, en realidad, nunca he lo he sido. Y esta sensación comparable con un parto al revés me libra, poco a poco, de ese material pesado y gris que llevo a cuestas. El camino se vuelve cada vez más simple. Claro está, sin renunciar a los vivos colores que me da la luz o al sabor del vino. Aprender a vivir feliz en días oscuros y a beber agua en deslumbrantes noches de fiesta me hace aún creer que hay océanos bajo la arena del desierto. Porque, de otra forma, los bicharracos y hierbajos que allí crecen no serían en la tierra testimonio de vida.



sábado, 1 de noviembre de 2014

Playas.






Por Astarté.
León, España.


Una vez soñé que escalaba una alta montaña
y en la altura encontré una playa desierta
donde yacía, encallada, una barca.
Algún día estuvo allí un pescador
(hoy, quizá, hombre viejo y solitario).
Vuelvo a deshojar las páginas del sueño.
El pescador me alienta a caminar descalza 
y a bajar por la cuesta. Entonces presiento
que las playas que amé son siempre las mismas
y que estas que amo son eternas.
Nada cambia en el paisaje entre tierra y cielo.

Una vez soñé que escalaba una alta montaña...

jueves, 23 de octubre de 2014

La fábula del hombre-sombra y el perro.



Por Astarté.
León, España.


El perro le seguía por todas partes. Era blanco y negro y gordo. Parecía un ternero y no un perro. Posiblemente, lo peor de tener al animal pisándole los talones día y noche era que, a pesar de ser un tipo invisible, tarde o temprano todos llegaban a enterarse de su ubicación en tiempo y espacio. No por él, hombrecito insignificante, ensombrecido por tanta soledad. Sino por la bestia. Y es que el animal no era, ni siquiera, suyo. Era uno de esos bastardos abandonados y, por fortuna, adoptados en el seno de la comunidad. Alimentado por varios vecinos (gracias a las almas de buen corazón que aún subsisten). Tenía, además, un rincón donde guarecerse, en el traspatio de una tienda abandonada del vecindario. Nada mal para un perro callejero, ¿no? En fin, que por alguna razón, el animal le seguía por todas partes. Y el hombre-sombra (digamos el protagonista de este breve relato) no usaba otro medio de transporte que no fuese aquél que sus propias piernas le proporcionaban. Iba y venía, caminando por todas partes, de un lado a otro de la ciudad. Cruzaba los espacios periféricos, llegaba al monte y regresaba. Siempre andando. En compañía de su fiel amigo.
Así, mientras más tiempo pasaban juntos, más advertía las cualidades extraordinarias del can; por ejemplo, la capacidad de observar y de guardar silencio. O bien, la aceptación emocional de ser y de estar aquí, en este mundo. O la virtud de agradecer el pan de cada día, precioso don espiritual que los hombres habían perdido ante el triunfo del consumismo. Y luego, con eso de los festivales y de las manifestaciones populares por doquier; con eso de las fiestas, ferias, mercadillos... marchas por esto y por lo otro... concentraciones... altavoces... gritos... Con todo eso, el afán por obviar la fuerza del silencio era impresionante. Y las ideas... ¡LAS IDEAS!... Las ideas de la ciudadanía estaban preñadas de un bullicio extraordinario. De una algarabía de jauría organizada. Rebaños de seres gritones pastoreados por líderes, cuyos  gritos, a su vez, saltaban desde lo alto de las tarimas para disiparse por todo el aire. Y mucha música estridente. Sí. Mucha música estridente, electrónica, impersonal. Y voces enredándose en el ir y venir de la muchedumbre por calles anegadas de tiendas. Y tiendas y más tiendas concentradas en espacios también estridentes, donde hay muchas luces artificiales y anuncios enlatados para vender y vender y vender... y vender. Y vender.
Por supuesto, tanto bullicio marginaba, cada vez más, al hombre-sombra y a su perro de la dimensión de los seres tangibles. Hasta que, un día, nuestro peculiar héroe del silencio se dio cuenta de haber fundado una especie de partido, en el cual él era el líder y el animal el único adepto. Y lo llamó “Partido de los insignificantes”. Pero nada fue peor que aquella idea de darle nombre al partido en el que él, germen ocasional de plazas solitarias, militaba desde hacía mucho tiempo.
Fue así que el hombre-sombra puso precio a su silencio. Y por ello, cuando los demás se enteraron de que el significado del silencio tenía buen precio, quisieron venderlo y comprarlo. Y nada. Sucedió lo de siempre. La prensa, la radio, la televisión y toda esa parafernalia comunicativa. Los periodistas a dar el famoso “palo” informativo y demás. Hombre y perro en primera plana, ganando la fama, experimentando el reto del bullicio. Perdiendo su propia esencia. Petrificándose hasta convertirse en monumento territorial. Y, como era de esperar, llegaron los políticos de tal y más cual vertiente. Y el “Partido de los insignificantes” quedó disuelto en carteles propagandísticos.

A partir de entonces, la ciudad perdió, definitivamente, su rostro más real.

jueves, 16 de octubre de 2014

Bagatelas: Nada personal.


   


   Por Astarté.
   León, España.

  Y de repente abrí el escritorio y me di cuenta de la ausencia de palabras. Encontré un poco de todo, pero faltaba la idea expresa. ¿Dónde está?, me pregunté. Es difícil echar a andar por las calles en tiempos de caos, lo sé. Pero, claro, tampoco es imposible. Si pudiera intentarlo, a ver si encuentro un pensamiento exacto, una idea clara... O, al menos, vivencias de otros que hablarán de mí o de cualquier cosa menos de esta confusión que me agarra por el cuello y no me suelta. Y no es nada personal. Estoy viva y sueño. Pero ojalá que los deseos cobraran forma y saltaran de la cama al escritorio. Entonces sería realmente eterna. Como esta copa de vino. 

viernes, 10 de octubre de 2014

Un pueblo. Una calle.



Por Astarté.
León, España.


Desde que llegué al pueblo no he visto más que una calle que empieza y termina en la caricatura del asombro, en la pasión de lo desconocido y en la musculatura de una sonrisa. Algo me dice que este pueblo es un misterio tan grande como la quietud. Y a decir verdad, no he tenido tiempo de pensar en sus particularidades. Me he perdido en su calle y no pienso regresar, así que no me llames, ni siquiera, para echarnos en la hierba que crece alrededor del río. Deja el café sobre la mesa, poco importa si se enfría. Y dame la mano. 


viernes, 26 de septiembre de 2014

Metamorfosis.

Por Astarté.
León, España.


El negro para fiestas, el verde para los domingos, el rojo para Navidad. Y el azul... El azul para qué...  En fin, el armario abarrotado. Vestidos, pieles de armiño, quimonos de seda, bufandas de lana. Y en el cofre,  joyas de valor y también bisutería barata, de todo un poco. Tenía, además, muchos zapatos: de tacones muy altos para la noche, zapatillas para el hogar, sandalias veraniegas, botines de piel...Y también tantos bolsos, ¡cuántos de ellos!... Y en el tocador, maquillaje, perfumes, pañuelos...Y luego, la casa: en el salón, un sofá de gamuza, irresistible, con cojines. Y tumbonas de mimbre rodeadas de plantas exóticas; equipos electrónicos, porcelanas, alfombras, cuadros, espejos... Y en la alacena de la cocina, conservas, golosinas, frutas, néctares. Y en la biblioteca, libros y más libros. Una vida llena. Lo difícil de aceptar era aquello de los huecos en la mente. Sí. Porque tenía baches en el pensamiento que le impedían viajar al pasado, coordinar el presente y  proyectar el futuro. Y bien, centrémonos en el presente: Vamos a ver, estaba como ausente. Era como si el presente se vistiera de negro para ir al supermercado o se pusiera la piel de armiño para freír huevos. Por ello, el pasado y el futuro se declaraban en bancarrota total. Ni siquiera, los recuerdos la llenaban de emociones porque no existían. Recuerdos, anhelos, sueños, metas, todo eso era materia succionada por los huecos del espacio de su mente.



Un buen día tocaron a su puerta. Abrió. Y no era nadie al parecer. Pero sintió que una mole de energía le empujaba hacia atrás y entraba en su casa. Luego, vio que una parte del sofá se hundía (algo se había sentado en él). Preguntó que quién era. No obtuvo respuesta. No obstante, sintió que alguien colaba café el la cocina. Que se servía una taza y tomaba. Y el aroma del café despertó a una mariposa, de esas nocturnas, que había quedado dormida en un rincón del techo. El insecto, revoloteando, salió por la ventana y se perdió en el azul. Mientras tanto, la mole de energía había abierto la alacena y estaba despachándose de lo lindo (había encontrado la mermelada de frambuesas, la preferida...). Y casi al instante, saltaba la música desde el lector CD del salón. ¿Poltergeist? Lo más probable. Lo cierto es que el miedo, contenido por tanto tiempo, camuflado bajo los efectos de la posesión y el poder, afloró. Y cojines, alfombras y cuadros comenzaron a levitar, colándose a través de los huecos de su mente e yendo no se sabe a dónde, a algún punto del espacio exterior. Y también las joyas, y los trajes y zapatos. Y las pieles de armiño y todo lo demás. En fin, que de buenas a primeras, percibió un sitio vacío e invadido por la fuerza del miedo y por aquella mole extra-sensorial. Era, quién sabe, el vacío total volcándose desde el interior de su mente hacia el presente. Pero bueno, al menos, algo sentía. Quiero decir, miedo. A partir de entonces, no le quedaba otra alternativa que la de convivir con él en paz. Por supuesto, nadie le creyó aquella historia del vuelo. Cuando entraron los de la policía local, se limitaron a tomar nota de los “presuntos” hechos ocurridos en aquel sitio: Suicido. O probable homicidio. Sobre la alfombra del salón había sido hallado el cuerpo de un ser alado y cubierto de pequeñas escamas, las cuales, al tocarlas, se convertían en un polvo muy sutil. Tal vez, había sucedido la metamorfosis de un sueño. Bueno, en ciertas ocasiones es difícil regresar y corremos el riesgo de quedar allí, afuera. Revoloteando en el azul.

martes, 2 de septiembre de 2014

La leyenda del gollem (con nota de la autora).

Nota de la autora: La leyenda del gollem forma parte del libro de relatos, aún inédito, titulado Mitología y memorias peregrinas de una isla.  En dicho texto narrativo he reunido personajes y anécdotas aparentemente fantásticos o salidos de un cuadro del absurdo. Con ellos he querido dibujar pasajes (y paisajes) reales e imaginarios de la memoria personal y colectiva, vividos por un pueblo de gnomos cuya distinción es la de pertenecer a un sitio específico llamado Truculandia, caricatura de la isla de Cuba de las últimas cinco décadas. Surrealismo y extrañamiento. Opresión y emigración en cuerpo y alma. Es un placer poder ofreceros este puñado de arena de la Perla caribeña. Espero que la lectura os sea grata. Espero, además, que este libro pueda ver la luz y reivindique tantos y tantos sueños perdidos. Se busca editorial interesada en ello.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).







La leyenda del gollem.

Por Astarté.
León, España. 


En efecto, es probable que los eruditos estén acopiando datos sobre la formación de la conciencia militar en ese punto neurálgico del planeta llamado Truculandia, así que, por respeto a la ciencia, les dejo trabajar en silencio. Mientras tanto, mis recuerdos y yo marchamos a empellones por el camino de una escuadra que partió para una guerra tan larga que duró décadas. Y digo “duró” porque, al fin y al cabo, como todo lo que sabe a humo, hoy en día la tal guerrita contra el enemigo invasor forma parte, triste, cabizbaja, de los anales del más sofisticado absurdo.

Y bien, cavar túneles subterráneos perforando de punta a cabo el cuerpo de una ciudad “entera y verdadera”, o entrenar a la ciudadanía en el arte del miedo ante la inminente invasión son bagatelas de la historia que no cuentan para nada. Ni cuentan para nada los domingos de pasión, aquellos en los que la iglesia fue sustituida por la milicia. Para que tengas una idea, era algo así como vivir en pie de guerra, con la carabina al hombro y formando pelotones para desenterrar minas tan imaginarias como los unicornios. Nada, que aquella mañana de campaña militar logré escapar del terreno de entrenamiento. A lo lejos se veía la línea horizontal que delimitaba el terraplén. Tendría que caminar aún un par de kilómetros, más o menos, para llegar a la carretera. Y así, pasando inadvertida, poco a poco llegué y crucé. Del otro lado comenzaba el bosque de casuarinas. El mar estaba cerca, el terreno era arenoso. Entonces me di cuenta de que, sin querer, me había transportado a otra dimensión, dejando atrás el estruendo provocado por las ráfagas del horrible entrenamiento para adentrarme en una caja sonora de absoluto relax. Recuerdo que escuchaba una risa en medio del silencio. No era, sin embargo, una risa de esas que dan pánico. No. Era una risa que llegaba del mar, aquélla del viento al mecer las ramas de las casuarinas. Y atravesando el pequeño bosque llegué a la playa. Y al llegar, vi algo muy raro e indescriptible. Creo que, tal vez, era la forma que mi pensamiento había elegido para representar el miedo; recuerdo haber visto un ser extraño en la orilla, algo así como un amasijo de gelatina verde y fosforescente en cuclillas bebiendo agua de mar.

***

Se trataba de un gollem llegado a la isla en medio de una tormenta tropical. ¿Recuerdas la novela de Tolkien? ¿Recuerdas El señor de los anillos? Bueno, quizás, por paranomasia (gollem = Gollum), me vino a la mente un bicho del género, algo por el estilo era aquel extraño personaje. O al menos así lo imaginé. Y para no perder sus señas lo dibujé en la arena. Entonces, como movido por un resorte, el tipo raro y verde, de un salto, se sentó a mi lado para contarme en clave todo lo que había visto desde su llegada a la playa.

Con respecto a mí misma, dijo que yo había perdido la razón y que, por ello, intentaba acercarme al borde de la libertad sin saber que, al fin y al cabo, la libertad nada tenía que ver con la defensa de un territorio nacional. Recalcó que para escapar definitivamente de mi pesadilla bélica tendría que renunciar a escuchar las noticias o a leer aquel boletín de risa que pasaba por periódico en el país. Y yo, también en clave, le respondí que todo ello resultaba imposible dado que, en la isla, había que aprender a apuntarle a la propia sombra para convertirnos en soldados contra el enemigo brutal. Y que cada mañana, al salir a la calle, los carteles repletos de consignas nos daban la caza. Y que de nada valía correr, pues nos alcanzaban siempre. ¿Y qué peores noticias que las consignas?
Gollum (el gollem de mi imaginación) se llevó ambas manos a la cabeza... ¿Pero acaso sabes lo que dices?, respondió. Y yo, ¡qué va!... Por lo regular, casi nunca sé muy bien lo que digo y no hago otra cosa que repetir lo que dicen los demás. También ello forma parte de mi pesadilla bélica. Pero, excepcionalmente, en aquella ocasión sabía muy bien lo que le decía al gollem. Sí. Desde hacía ya varios años llevaba en la mente una consigna, aquella de Dignidad o muerte. Y por ello (para no morir) intentaba desesperadamente alcanzar la vía de la libertad. Pero, ¿cómo hacer para deshacerme del lema bélico con sabor a catacumba? Tal vez, aquel extraño ser imaginario pudiese darme la última clave para lograr mi objetivo.

***

Cada casa tiene un patio aunque no lo tenga desde el punto de vista de su arquitectura, eso me dijo Gollum. Y continuó: Ve allí, a tu patio interior. Y toma la manzana de la vida... Y pensé que era él quien, a tal punto, no sabía muy bien lo que decía: ¡Pero esa manzana que me dices es fruto prohibido en esta isla!, le respondí. Si me agarran robándola, me matan. Y si me matan, ya no podré ser libre... Pero Gollum, al parecer, no reparó en mi discurso. Había tomado un puñado de arena y estaba masticándola. Supuse que tendría que tragar cualquier tipo de materia para subsistir. Podía ver la arena deslizándose a través de su tubo gástrico (el extraño, además de verde y fosforescente, era transparente). Te repito que entres en tu patio y tomes la manzana de la vida, ésa que te han prohibido, dijo entonces. Y fueron estas sus últimas palabras. Gollum desapareció ante mí del mismo modo imaginario en el que había aparecido. No obstante, en mi mente se abrió un abismo: de una orilla, la consigna; del otro, la manzana. Un dilema, pensé. Y tomando de la mano el absurdo de la situación en la cual me hallaba, seguí mi camino hacia la siguiente dimensión.

Caminé durante algunos días. Al menos, eso creo. Recuerdo que pasaba constantemente de la luz a la sombra, lo cual me hizo suponer que pasaba del día a la noche. Por supuesto, el tiempo estaba algo comprimido en mi imaginación. Sé, sin embargo, que después de caminar días y noches (o luces y sombras, igual da) llegué a una puerta muy alta. Estaba abierta, así que no hice más que empujar la puerta para entrar. Efectivamente, en el interior encontré un patio. Y en su centro, un manzano cargadito de frutos. Todos del mismo tamaño. Y entonces, ¿cuál sería la manzana de la libertad? Porque no era posible que hubiesen tantas libertades en este mundo.
No me quedaba otra alternativa que la de elegir. ¡Con el trabajo que me cuesta...! Sobre todo, porque no sé qué hacer con aquello que no elijo. Pero como todo esto que te cuento forma parte del absurdo, igual da que lo creas o no. (Si te estoy personalizando es porque necesito a alguien que me lea). En fin, me acerqué al manzano y tiré de su rama más baja. De ella colgaban unas cuantas manzanas muy rojas y tentadoras. Pero no tomé ninguna. Estaban demasiado bajas y asirlas era demasiado fácil para mí. Y a pesar de que no soporto trabajar en balde, pensé que, en tal ocasión, debería seguir buscando hacia lo alto de la copa del árbol. No muy alto, claro. Podría caer en el intento. Así que, pasando por la mar de rasguños y cayendo dos o tres veces, logré encaramarme en la parte central del manzano. Sin embargo, había tomado de la mano el absurdo. Ello no me permitía seguir agarrada a la rama con una mano y tomar la fruta con la otra (una de las dos permanecía ocupada). Pero no me ofusqué. Ideas he tenido siempre. Y a pesar de haber creído que ninguna había sido jamás obra de mi pensamiento sino del de los demás, en aquel instante pude reconocer que el ingenio era el fruto más preciado de todos: Con la mano que tenía libre sacudí las ramas centrales del árbol. Decenas de manzanas cayeron al suelo. Ahora, se trataba solamente de bajar y escoger. ¿Cuál? Pues, me daba lo mismo. En realidad, había ya escogido mi propia estrategia. la mía. Mi estrategia de combate. Sacudir el manzano para que cayesen las frutas. Mi estrategia era obra de mi arte y de mi pensamiento. Entonces, llegué a la conclusión de que las consignas y los lemas nada tienen que ver con las ideas. Y que la libertad es una idea brillante, verde, fosforescente, transparente, etérea. Y que puedo conversar con ella cuantas veces desee, sin miedo, sin presiones, sin tiros al blanco.

***

Regresé del absurdo aquella misma tarde en la que dormía un profundo sueño. Y al buscar de nuevo el campo de entrenamiento, vi que todos habían marchado.Yo, que había escapado de la muchedumbre uniformada, no hice otra cosa que entrar en un bosque de casuarinas (muy verde, por cierto) para quedar atrapada por la risa del viento entre las ramas.

Hasta aquí recuerdo.

Lo demás; es decir, lo del gollem en la orilla de la playa, lo del patio y el manzano y lo de las brillantes ideas que pendían de sus ramas... Bueno, a decir verdad, todo eso ya lo he olvidado. Mañana iré, de nuevo, a cavar túneles en el ombligo de mi ciudad. Luego, sin pensar demasiado, me sumaré (¡súmate! , genuina consigna que también he olvidado...) a las escuadras de escarabajos que hay bajo tierra, siguiendo de cerca la organización impecable con la que trillan su camino. Y cuando me aburra de estar allí, en el reino subterráneo urbano, saldré a la superficie a gritar las consignas que leo en los carteles desde que abrí mis ojos a este mundo. No me parece un mal plan de trabajo. No sé tú, ¿qué crees?