PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 14 de mayo de 2013

Confesiones de Astarté a sus lectores: Ego y Fortuna.




Por Astarté.
León, España.

Confieso que, a veces, cuando me siento aturdida y me da vueltas la cabeza, alcanzo a percibir una rueda en las amplias habitaciones de mi imaginación. Y bien, eso de tener o no fortuna (alias “suerte”)  es mitología, ¿sí o no? Esa mujer, diseñada ciega y de pie por los antiguos griegos, moviendo entre sus manos una rueda sin control y a puro azar de sus antojos... Mitología pura y dura, ¿sí o no? Leyenda de caminos. Pero, como leyenda al fin, no es más que expresión de una tendencia de nuestro pensamiento universal: apelamos a la total ausencia de responsabilidad personal cuando algo nos falla, cuando las cosas no nos salen del todo bien o, al contrario, cuando nos salen de puta madre (creyendo que nada hemos hecho para merecerlo). Pero, ¿no será ese giro de la rueda el invisible juego personal del hacer y del no hacer en forma simultánea, a nuestro favor o en nuestra contra?

Algo me dice (y ese “algo” suele ser la experiencia vivida) que cada paso que doy, cada movimiento, cada acción no es otra cosa que una micra del impulso que estoy dando a la rueda (aún sin tener conciencia de ello). Igualmente, podría asegurar que cada una de mis acciones regresan al punto de donde partieron, con la fuerza de la acción misma, como reacción energética, ni más, ni menos. Esto es algo conocido como Karma; concepto que me ayuda a considerar eso de la conexión universal a nivel conciente. Y en esta “devolución energética” de mis acciones personales no cuenta, solamente, lo físico, sino (y sobre todo) aquello que no percibo y no logro perfilar en un cuadro de pie, como mujer ciega que mueve una rueda: mis deseos, mis sentimientos, mis emociones cuentan. Y sí que cuentan en mi vida.

 No pretendo, claro está, desenfrenarme o palidecer intelectualmente en una exposición de conocimientos que no poseo. Me quedo aquí, en este punto muy básico y cotidiano: me duelen Fortuna y su rueda cuando las cosas no me salen bien; me acarician Fortuna y su rueda cuando algo extraordinariamente fabuloso me sucede. Y en fin, que no siendo justa con mi propia justicia, devengo injusta conmigo y con mi especie. ¿Será entonces que Astarté espera cosas demasiado fabulosas? ¿Quién debe descubrir a quién?, ¿Astarté a Fortuna o Fortuna a Astarté?

Para empezar a aclararme las ideas que giran por mi mente, confieso que no suelo jugar a loterías, ni apostar en juegos de azar, y por algo será. No sé si lo que acabo de decir es lo mejor o lo peor que suelo hacer, pero, al menos, eso es ya un punto de partida para auto-conocerme (o auto-reconocerme). Y es que, al final, creo haber llegado a comprender, en cierta forma, que el deseo de querer algo en mí es más fuerte que el abandono al que me doy, pretendiendo lograrlo sin participar. Por supuesto, Fortuna no me verá si no la busco. Pero no por azar, sino por puro amor al deseo de encontrarla. Y, al final, ¿por qué todo este discurso “extraño” en torno a un antiguo mito? Quizás, porque los mitos y leyendas pertenecen a una memoria ancestral, inconsciente y necesaria para continuar, día a día, llevando las riendas de eso que llamamos "vida".


sábado, 4 de mayo de 2013

LA FÁBULA DE LA GORRA.




Por Astarté.
León, España.

No se quitaba la gorra, ni siquiera para entrar a la cama. Y es que su gran secreto era que, bajo la gorra, almacenaba ideas. Ideas buenas, malas, regulares, peores, mejores... Pero, al fin y al cabo, ideas. En mayúscula y en minúscula, entre corchetes y signos de admiración... Ideas elevadas al cuadrado y al cubo; ideas frías y calientes, blancas y negras. Esas que, justo por ser ideas, raramente pasan por los telediarios o por las fiestas de cumplidos o por las revistas de moda. Ideas menguadas y enriquecidas, viejas y nuevas, raras y comunes. Y es que una vez, por haberse quitado la gorra, le vieron pensar. Y desde entonces trataron de castrarlo. Fue cuando decidió “engorrarse” por siempre, hasta para ir a la cama. Y sobre todo para ir a la cama, por si acaso los sueños fuesen confundidos con ideas.

Tenía una entera colección de gorras, adecuadas a cualquier estación del año y a todo tipo de acontecimiento público o privado. Gorras de todos los colores, elegantes y deportivas, sobrias y ridículas. Y se las ponía en cualquier posición, igual con la visera al derecho que al revés o de  lado. Gorras acumuladas entre el armario y la bañera, entre la habitación y el portal. Tongas y tongas de gorras por doquier; barricadas construidas para protegerse contra la imbecilidad, el miedo o la envidia.

En cierta ocasión llegaron a su encuentro los de la televisión, posiblemente hasta con buenas intenciones. Querían entrevistarlo. Pero él les echó a cajas destempladas, más bien, por aquello de evitar que las ideas se le escapasen a través de la boca: “Perdonad el engorro, pero... ¡podéis iros a la puta mierda!”, y les cerró la puerta en las narices. Y entonces, la noticia recorrió el país y traspasó las fronteras. Entre otras curiosidades a ser mencionadas, se cuenta que una gigantesca gorra inflable fue usada, por breve período, como logotipo de una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (eso hasta que comenzara a ser objeto de la caricatura publicitaria). O que una importante firma de productos farmacéuticos inventara una gorra contra la fiebre y la cefalea. O también que se diseñara una gorra atómica con fines bélicos, entre otras cosas... En fin, que a partir de aquel momento, surgieron miles de millones de ideas en torno a un accesorio llamado “gorra”.

Claro que, como podemos suponer, la eternidad no es condición del género humano. Y él, por obra de su propio conocimiento, una mañana se quitó la gorra, así, como quien no quiere las cosas aún queriéndolas. Salió de la cama, abrió la puerta, se asomó a la calle. Y fue entonces que pudo constatar la amenaza de muerte pululando a su alrededor: ideas que saltaban, corrían, navegaban sin rumbo fijo en la inmensa red de la matriz viviente; efluvios peligrosos que atentaban contra el orden natural de la vida cotidiana le llenaron de terror. Y fue así que, llenándose de un coraje nunca visto antes, se cubrió el rostro para no percibir las ideas que él, genial creador del mundo, había, por puro ego, un buen día echado a volar.

martes, 16 de abril de 2013

PARALELISMO.




Por Astarté.
León, España.

           Armada de toda su paciencia fisiológica salió a la calle. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los jardines de la ciudad atinaban a ser imaginarios los colores a la luz del sol. Estaba cansada; es más, agobiada de tanta espera. Pero su paciencia era enorme, sólo comparable con la que tienen las mujeres grávidas al octavo mes y medio de gestación. Y aunque, en este caso, no esperaba un hijo, era como si lo hiciese. Se palpaba el vientre y sonreía. Los autobuses paseaban por las avenidas. Y ella miraba el ir y venir de la gente como si fuera el mar. Olas ligeras cargadas de espuma  a veces crecían y saltaban a la orilla.

Armado de toda su química fisiológica salió a la calle. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los bares de la ciudad atinaban a ser audaces las copas a la luz del vino. Estaba cansado; es más, agobiado de tanta espera. Pero su química era feroz, sólo comparable con la que tienen los hombres solitarios al octavo mes y medio de quedarse viudos. Y aunque, en este caso, no había enviudado, era como si lo hubiese. Se palpaba la frente y  sudaba. Los coches corrían por las avenidas. Y él miraba el ir y venir de ciclistas como si fuera el cielo. Nubes oscuras cargadas de lluvia a veces pasaban y seguían su rumbo.

Armados de toda la lucidez posible e imposible salieron a su primer encuentro. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los bancos de aquel parque atinaban a ser mágicos los compases de la calma. Estaban cansados; es más, agobiados de tanta distancia. Pero su lucidez era infinita, solamente comparable con la capacidad del universo. Y aunque, en este caso, no eran ángeles, era como si lo fuesen. Se palparon los rostros y se reconocieron. Los gorriones revoloteaban por entre las ramas de los álamos. Y ellos, dichosos, miraron el reloj de la plaza vecina como si fuera el punto de partida. Y entre olas y nubes, entre el mar y el cielo vivieron el último instante de sus vidas pasadas cuando, al compás del tiempo, cruzaron el puente.


domingo, 17 de marzo de 2013

CUANDO CAEN LAS ESTRELLAS...




Por Astarté.
León, España.

Con profunda satisfacción he visto una estrella fugaz sobrevolar mi espacio. Y al verla pasar le he pedido un deseo. Luego, la he visto “caer”, como si la gravedad fuese ley en todas partes. En fin, “caer” y “viajar”: conceptos que pueden llegar a confundirse, por aquello de que las caídas no siempre dan señales del mal o de escaleras rotas... A veces las caídas son iconos de esperas ocultas, de sueños aparentemente irrealizables. Por eso, cuando caen las estrellas, se revuelve el mayor afán de romper cortinas para abrir el cielo.

jueves, 14 de marzo de 2013

LA MANO QUE NOS MUEVE.





Por Astarté.
León, España.


       No nos extrañemos si un día nuestro cuerpo de trapo permanece inmóvil. Lo más probable sería, en este caso, que la mano que lo mueve esté de vacaciones, tomándose algún tiempo de descanso, lejos de la rutina cotidiana. Y nuestro cuerpo, habituado al movimiento, rompería a reclamar, insensatamente, la presencia de la mano que lo mueve. Y todo ello por una sola razón: el terror a la inmovilidad . Y desde sábanas, blanquecinas o mugrientas, nuestro cuerpo gritará, llorará desconsolado, emitiendo gemidos de angustia, aclamando el retorno del espíritu de la manipulación al cual se ha ligado por y desde siempre.

      Nada tendría que ver todo esto con el accidente de un tal Gregorio Samsa, con su asqueroso aspecto de vil cucaracha. Nuestro cuerpo, sin la mano que lo mueve, devendría trapo, del más puro que existe. Y como ante cualquier pacto con el destino, sacaríamos cuentas en ventajas y desventajas. Y sin enumerar las cuantiosas pérdidas que conlleva la inmovilidad corporal llegaríamos a apreciar las enormes posibilidades del haber nacido “TRAPO”. Es probable que el teatro de títeres, uno de los más antiguos que existe, no haya sido idea de una mente histriónica, sino del mayor de los ingenieros a pie de obra humana.  Y no hablo de la historia real del teatro de las marionetas, ni del concepto griego de neurospasta  como “cuerpo tirado (desde la cabeza y no sólo) por cordeles para ACTUAR”... En fin, que a qué sirve tanta digresión para hablar de la mano que nos mueve.

Programando nuestra ánima y encubriendo, tras ella, la real personalidad y la voz de algún actor oculto tras bambalinas, una o dos manos (y hasta más) determinan el inicio y el fin del drama: hoy trabajo, mañana no; hoy me aceptan, mañana no; hoy me estiman, mañana no... Y como, duermo, viajo... Camino, respiro, hablo solamente si me mueve la mano que tira de mis cordeles. Por eso, sin esa mano, no existo (ni aunque piense, querido Descartes... óyelo bien y aprende...). Es más, cuando más piense, corro el peligro de existir menos. NO PENSAR es el lema de nosotros, los trapos movidos a merced de la mano que nos mueve.

Algunas veces tenemos la fortuna de haber sido construidos con cordeles. Otras veces, no. Y es cuando corremos el peligro de terminar como guantes, más expuestos que nunca a los trastazos y a los puños de algún púgil rival. Y entonces, ¿qué somos? ¿Guantes? ¿Títeres? Preguntas de existencialismo puro y duro. Y cualquier respuesta se reduciría a que, al final, somos el amor que sentimos por la mano que nos mueve y sin la cual nada somos; o más bien, somos no más que trapo puro hasta que Dios quiera. Hasta que en el teatro de las marionetas se corra el telón o se agoten las fuerzas para actuar. Y que nada nos extrañe, pues, si no llegamos a entender la posibilidad de estar aquí y ahora en la noria de un baile. O que el movimiento no nos haga ir más allá de un absurdo planetario, rectilíneo y uniforme.

miércoles, 6 de marzo de 2013

CONFESIONES DE ASTARTÉ A SUS LECTORES:LA ESCALERA.



     Por Astarté.
     León, España.


     Como si se tratase de una misión, escalamos, sin saberlo bien, hacia un punto de energía concentrado en nuestra propia conciencia. Y en esta escalada, tiempo y espacio no garantizan habilidad de nuestra parte, sobre todo, por ser percibidos como imagen inexacta de la real estructura dimensional del universo. Es posible, pienso, que la errónea interpretación que de espacio-tiempo físicos tenemos dificulte, a veces, el poder mantenernos en equilibrio. Y también es posible que tanta ignorancia sea la razón por la cual, al volver la vista hacia los escalones que hemos ya superado, sobrevenga la sensación de un patológico vértigo, por aquello de que nada hay mejor que el pasado (pues resulta ser más real que el futuro y más seguro que el presente). En pocas palabras: vivir el presente no es cuestión de juego, pues sin llegar a comprender lo que significa “el día de hoy” soñamos el futuro y añoramos el pasado, sin recordar que el pasado no vuelve y el futuro no se anticipa, ni siquiera, en una micra del tiempo que creemos atrapar con nuestros dedos. Astarté, por su parte, en más de una ocasión se ha preguntado por qué sucede así. La vida, entonces, le responde desde su equilibrio mágico. Y le dice que ayer, hoy y mañana tuvimos, tenemos y tendremos, a nuestro paso, una cadena de binomios actuales con la posibilidad de escoger: amor-odio; dulce-amargo; coraje-miedo; blanco-negro; vida-muerte... Al final, y por motivos ligados a la condición humana (a pesar de errar una y otra vez) decidimos seguir escalando, lentamente (o no), sin mirar hacia atrás, desafiando el odio, la amargura, el miedo, la oscuridad y la muerte que nos mataría sin amor, sin dulzura, sin coraje, sin luz y sin vida que vivir. Y eso decidimos, simplemente, porque cada mañana miramos hacia el cielo. Y la inmensa tentación de tocarlo con la propia mano tiene más fuerza que la astronomía, la física y, en fin, que la sucia (rectifico, “asquerosa”) manía de contar, una a una, solamente aquellas estrellas que  vemos. No es cuestión de juego, repito. Pero contar estrellas invisibles y escalar montañas es lo mejor que quiero y puedo hacer. Que se haga, entonces, la luz ante mi mente. Que nada oscurezca mi memoria y nuble el escalón que acabo de subir, a pesar de no saberlo aún.

miércoles, 27 de febrero de 2013

ADELFAS.





Por Astarté.
León, España.


Llego en menos de un abrir y cerrar de ojos y encuentro todo igual. La acera limpia y larga, reluciente bajo el sol del mediodía que me lleva a casa. El solar yermo a mi derecha, el rechinante asfalto a la izquierda. No tengo más que cruzar la calle para oler de cerca las adelfas, sin tocarlas, por supuesto, porque son flores venenosas. Menuda condición: bien huelen y bien lucen aunque hagan daño. Y son bellas.

Atravieso la calle en este mismo instante y vislumbro el portal donde cantan los grillos. Los escucho e imito sin llegar a ser pedante. Una sola palabra mal dicha o pronunciada rompería el encanto. Las hadas lo saben. Y también las brujas buenas. Hay sortilegios que prescinden del silencio, nada que agregar. Y creo que debe ser cosa de locos o juego de niños esto de sentir tanta pasión por entrar en sitios donde ya nadie nos llama. Sólo por el hecho de poder tocar la hierba, caminar despacio bajo el sol y estar allí. O aquí, que es igual. La mecánica cuántica es la mejor de todas las razones del mundo. Y ahora que lo sé, pruebo a no olvidarlo. Y por eso vuelvo, pues, a oler el perfume de las dulces y mortales adelfas de mi infancia. Siguen creciendo del otro lado de la calle. Y viajo en un coche de puertas abiertas que me pertenece por designio personal. Y en mi barrio, los que allí estuvieron ya se han ido. Y los que hoy están no pueden verme. Adorable pacto entre el plasma y  el tiempo, cuando cada amanecer es un regreso al hogar.