PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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jueves, 4 de julio de 2013

LAS AMAPOLAS SILVESTRES.






Por Astarté.
León, España.


Tan importante como insuficiente era su propósito de cruzar el viejo camino para hallar las amapolas silvestres. Estaban del otro lado del río. Eran rojas y crecían en el prado, perdidas en la lejanía. Y él, hombre de futuro con escuetos retoques de presente, había decidido cortar amapolas esa mañana, muy temprano, a la salida del sol. Pero como para él, repito,  hacerlo era importante y, a su vez, insuficiente, olvidó llevar consigo la brújula del tiempo. Su máximo deseo estaba, sobre todo, oculto en la vanidad de lograr una obra personal. Y dado que, siendo flores al fin, las amapolas son obra de la naturaleza y no de ser humano conocido, el viejo caminante emprendió la marcha  para atravesar el río... aunque no convencido del todo... no carente de dudas...

     Y bien, una vez recogidas, ¿qué hacer con ellas?... ¿Acaso un brebaje?... Tendría que informarse lo mejor posible:

...Quien quiera tener una visión durante el sueño o una revelación, ha de bañarse siete días seguidos en una bañera con agua tibia, en la que habrá echado, previamente,  una infusión de amapolas sobre la que habrá rezado está oración: "Padre amoroso, sea tu santa voluntad revelarme lo que deseo saber por medio de un sueño, así como a menudo revelaste por sueños la suerte a nuestros predecesores. Concédeme esta petición por la gloria de tu santo nombre"..., había guardado esta información, leída en una de las tantas páginas web buscadas. Había, además, leído que la amapola es flor de la luna. Él recogería, pues, tantas amapolas como fuese necesario. Y de sus poderes mágicos, construiría su enorme sueño personal. Así, cuando el sol salió, el anónimo andante de viejos caminos calzó sus zapatillas verdes y se fue a conquistar lo que Dios creó.

A lo lejos, en medio del prado, un cordel de agua indicaba la dirección correcta, aquella que le llevaría al sitio donde más crecían las lunáticas flores. El campo perfumaba de verano naciente. Y como era domingo, la gente dormía la resaca del sábado y en la ciudad reinaba un silencio no del todo terrenal. La hierba, recién regada de noche, estaba completamente mojada.

       Atravesó el estrecho puente de madera, cruzó el río y llegó al lugar donde dormitaban las dueñas del campo. Fuertes y, al mismo tiempo, frágiles (como si fuesen de papel), se erguían sobre la hierba. Eran pinceladas  granate matizando aquel paisaje. Y el caminante pensó que, quizás, fuesen prendas con demasiado lujo para su taller de sueños. No obstante, las cortó... (doce, quince, veinte...), para llevarlas. Las depositó en un saco de yute. Y dándose la vuelta, buscó de nuevo el puente... pero sin verlo ahí, donde antes estaba... Sin saber en qué punto del camino se había escondido aquella rústica armazón de troncos, nudo en su paso de regreso al hogar. También el río había desaparecido, así, como por arte de magia. Y ahora, en su lugar, se abría un abismo, tan ancho como la entrada al Hades.

      Ya no era muy joven. Y estaba cansado. Y sin río y sin puente, de nada le valdría su afán de retornar. Tenía, sin embargo, aquel bien preciado que había ido a buscar y llevaba en el interior de su saco de yute: las amapolas silvestres.

     Se extendió en la verde pradera. No era la primera vez en la historia del recuerdo que esto sucedía. Y sin saber cómo y por qué, le vino a la mente la figura de Er, el guerrero de Panfilia, el cual, tras morir en batalla, despertase, doce días más tarde, en la pira funeraria para contar lo visto en su viaje al más allá. 

     A este punto, cerró los ojos, con la idea de construir, de nuevo, el paisaje de regreso al hogar. Claro que, las amapolas silvestres, flores de la luna, son vanidosas. Y no permiten al caminante, así como así, profanar el sueño de la vida para entrar en  territorio de almas errantes. Menudo rollo, pues, el del viejo profanador de verdes senderos, que se atrevió a atravesar el hueco de la aguja sin conocer bien el secreto de los antiguos alquimistas, el mayor de todos: la humildad de construir un sueño, rechazando, absolutamente, la deliciosa tentación de cortarles las piernas a las hadas.