PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 15 de junio de 2018

BOCA AMARGA









Siento aún su mano deslizarse por mi vientre. Siento aún su dedo presionando mi vulva para entrar, con violencia, en mi vagina. Le encantaba mirarme a los ojos cuando ejecutaba ese desagradable ritual que él llamaba «juego preliminar»: ¿Te gusta?, me preguntaba. Y yo le respondía que sí. Pero él se daba cuenta de que le estaba mintiendo. Y para demostrármelo, sacaba el dedo de mi interior y me sujetaba la cara por el mentón, obligándome a mirarlo fijamente:
─¡Qué te va a gustar, si eres frígida!... ¿Ves? Estás más seca que una piedra puesta a hornear ─me decía. Y me restregaba el dedo por la boca, haciendo todo lo posible por humillarme─: ¡Puta! ¡Ya te enseñaré lo que es bueno!...
Yo sentía una ola de sangre golpear mi rostro; no podía saber si era de ira o vergüenza. Lo cierto es que mi turbación le excitaba aún mucho más, hasta el punto de lanzarse sobre mí como un animal salvaje:
─¡Toma, cerda! ─repetía mientras me poseía con la fuerza de un toro.
Y así, tiraba de mi cintura una y otra vez, pronunciando frases despiadadas. Luego, tras darme repetidos encontronazos contra el colchón, eyaculaba (al hacerlo, emitía un ronquido bestial). Y al final, lo de siempre: caía boca arriba, rendido.
Entonces, llegaba el momento de levantarme de la cama. Me tiraba la bata por encima y, en puntas de pie, entraba al baño. Me lavaba dos o tres veces. Y aprovechando que él estaba profundamente dormido, iba al salón. Me acostaba en el sofá. Encendía el ordenador. Me conectaba a Youtube. Y buscaba lo mejor de esos vídeos calientes que me invitaban a acariciarme y a saciar mi placer contenido.

Por la mañana, se iba a trabajar. No regresaba a casa hasta muy tarde. No me esperes a cenar, que todavía tengo mucho que hacer en la oficina era su pretexto favorito. Y sin crearse por ello cargos de conciencia, aparecía a las tantas, preñado del olor de otra mujer, con aquella fragancia que yo había aprendido a distinguir muy bien: J´ador usaba la zorra, J’adore y carmín bermellón, etiqueta indeleble en el cuello de las camisas de mi marido.
En cierta ocasión, mientras ponía su ropa en la lavadora, se me ocurrió preguntarle por aquellas manchas. ¿Es que eres tan idiota que no sabes que es pintalabios?, me respondió con sobrado cinismo. Y lloré durante el día y parte de la tarde. Era domingo. Esa noche íbamos a reunirnos con su jefe y otros colegas (y con sus respectivas mujeres, por supuesto). Mira a ver cómo haces para quitarte la hinchazón de los ojos, que van a pensar que te he maltratado, fue todo lo que me dijo. Y entonces, me retoqué con dos capas gruesas de base de maquillaje. Me pinté la cara como para ir a un concurso de máscaras. Me puse un vestido de noche, tacones altos... Sabía lo que me esperaba: una conversación insulsa, una velada con sabor a plástico y un regreso a casa enfrentando algún reproche: ¿Quién coño te mandó a preguntarle al jefe por mis vacaciones? ¡Eso a ti no te importa! Total, sean cuando sean, nos iremos de viaje igualmente.
***
Seis meses de noviazgo fueron suficientes para creer que nuestra vida conyugal iría a pedir de boca. Nos casamos por la Iglesia, como Dios manda. Un mes antes lo habíamos hecho en la oficina del Registro Civil. Y allí estaban todos: parientes, amigos, vecinos y colegas. Ese chico es buen partido me decía mi madre, quien aceptaba con beneplácito nuestra relación.
Pasamos en Roma la luna de miel. Recuerdo que caminábamos sobre el puente que atraviesa el Tíber, robando el encanto de las pintorescas callejuelas del Trastévere, recorriendo el ghetto ebraico[1] con sus románticos mesones, merodeando bajo el Pórtico de Octavia (donde dicen que pasea el alma de la lujuriosa Berenice[2])... Fueron, en fin, noches de estrellas en las que, tomados de la mano, atravesábamos Piazza di Spagna y lanzábamos monedas en la Fontana di Trevi. Fueron tardes fantásticas y atardeceres peregrinos cargados de crepúsculos que parecían ser tan eternos como aquella ciudad.
Sin embargo, a pocos días del regreso, nuestra vida de pareja comenzó a cambiar. Él se tornaba cada vez más extraño; sobre todo, por aquello de esconder en el cajón de su secreter pertenencias que debían quedar fuera de mi alcance:
─¿Qué guardas ahí, cariño? ─me aventuré a preguntarle un día, esperando una satisfacción de su parte.
Pero, para mi sorpresa, mi pregunta fue el detonante de su primer gran desplante: ¡Son cosas mías que no te incumben!
Y juro que no quería develar su secreto.
Pero el diablo andaba rondando por nuestras vidas. Y su descuido de aquella mañana en la que dejó abierto el misterioso cajón del secreter fue la estocada que desencadenó su infierno interior. (No tuve tiempo de cerrar de nuevo el mueble antes de que regresara a la habitación).
Entonces, supe que él no podía amar a nadie; ni a mí, ni a ésa que se jactaba de ser su amante manchando sus camisas con lápiz labial. Supe que tampoco podría llegar a regalarme rosas ni a escribirme cartas de amor ni a susurrarme al oído palabras tiernas. Supe que no podía existir amor en las tinieblas del miedo. Pues yo, sin querer, aquella mañana había descubierto los fetiches de una Era terrible en su vida, una etapa cruel en la que su humillación quedaba atada a su oscura adolescencia, atrapada en los brazos de quien le había obligado a descubrir su condición de hombre con escenas de felaciones y masturbaciones disfrazadas de protección materna...
Mientras tanto ─y para mi total infortunio─ él, a mis espaldas, observaba mi estado de petrificación y sonreía, planeando en su mente el castigo que me aplicaría:
─¡Por favor, NOOO!... ¡Por detrás NOOO!... ¡Palos NOOO!... ¡NO ME DESGARRES!
No obstante, ahora que él ya no está en este mundo, me pregunto si habrá alcanzado al fin la paz.
No le guardo rencor. No. A fin de cuentas, su cruel condena me permitió saber que, en un rincón de mi alma, seguía oculto el deseo de seguir viviendo... En fin, puedo perdonarle mis horas de terror, pero... Haber vivido con la boca amarga... Haber visto tantas veces despuntar el alba desde el sofá, aguardando lasciva y solitaria... ¡ESO SÍ QUE NO SE LO PERDONO!
Al menos, no en mis sueños.


Rosa Marina González-Quevedo.

León, España, marzo de 2018.






[1] Tr.: gueto hebreo
[2] Referencia a Berenice de Cilicia, hija de Herodes Agripa I, Rey de los judíos (conocido como Rey Herodes en los Hechos de los Apóstoles).