PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 7 de diciembre de 2018

INCERTIDUMBRE, "MENTE CREATIVA Y CERTEZA DE ELEGIR" (CONFERENCIA OFRECIDA EN LA PRESENTACIÓN DE LA REVISTA CUBANA "VIVARIUM").


Nota de la autora.
Tras un mes en La Habana, a mi regreso, dejo a mis lectores de Los días de Venus en la Tierra el texto que sirvió de Presentación al número XXXVII de la Revista cubana "Vivarium", en esta ocasión, dedicado al tema de la incertidumbre. Doy gracias a los organizadores del evento, a los participantes y, en especial, a Ivette Fuentes de La Paz, Directora de dicha revista, por su invitación. 










PRESENTACIÓN DE REVISTA «VIVARIUM» XXXVII.

Incertidumbre, «mente creativa» y certeza de elegir.
Una reflexión personal.


En 1932, cuando aún no había cumplido los treinta y un años, Werner Karl Heisenberg recibe el Premio Nobel como reconocimiento a su Teoría cuántica matricial.  Una novísima concepción del mundo veía la luz ante los ojos incrédulos de la humanidad: por primera vez en la historia de la Física, Heisenberg formulaba un modelo matemático que le permitía interpretar las propiedades de las partículas subatómicas como matrices que evolucionan en el tiempo. Su objetivo era investigar cómo funciona el microcosmos de energía y cuáles son sus leyes, midiendo, con la mayor precisión posible, las magnitudes de dichas partículas. Específicamente, intentaba localizar la posición exacta de un electrón en el espacio y, para ello, debía procurar que el electrón fuera visible, efecto que logró tras provocar un choque de fotones sobre el mismo. Sin embargo, para su sorpresa, tal choque luminoso produjo una alteración en la velocidad del electrón. Se verificaba, pues, que no se podía obtener una medición precisa de la posición del electrón sin alterar su velocidad y viceversa.
Así, Heisenberg llegaba a la siguiente conclusión: en el caso de las partículas subatómicas, al medir una de sus magnitudes, se altera la otra, demostrándose la imposibilidad de conocer con precisión los fundamentos de la materia. Quedaba, pues, formulado el Principio de indeterminación o de incertidumbre, verdadera revolución para la Física, para la filosofía y para todas y cada una de las ramas del saber humano.
Dos años más tarde, en 1935, ve la luz la paradoja más popular de la Física Cuántica, fruto de un experimento mental propuesto por el austríaco Erwing Schrödinger, la conocida Paradoja del gato de Schrödinger, resumida en lo siguiente: Imaginemos un gato dentro de una caja completamente opaca. En su interior se ha instalado un mecanismo que mantiene unido un detector de electrones a un martillo y, justo debajo del martillo, se ha colocado un frasco con veneno letal. De esta forma, quedan ante nosotros dos posibilidades: la primera de ellas, que el electrón se dispare como un proyectil activando el mecanismo, haciendo caer el martillo y produciendo la rotura del frasco con el veneno que, supuestamente, el gato beberá. Ante tal alternativa, al abrir la caja hallaremos al gato muerto. Sin embargo, puede también suceder que el electrón tome «otro camino» o trayectoria que el detector no capte, no caiga el martillo, no se rompa el frasco, el gato no tome el veneno y no muera; por ello, al abrir la caja hallaremos al gato vivo.
En fin, en cualquiera de los dos casos, esperamos algo que desconocemos y que sólo conoceremos usando los sentidos, pues sólo pondremos fin a nuestra incertidumbre cuando veamos al gato o vivo o muerto.
¿Cuál será «el destino» del pobre gato dentro de la caja?
Una de las dos posibilidades sucederá, por supuesto. Pero, mientras tanto, nuestra incertidumbre es un hecho palpable que se regodea en la agobiante espera y, ante ella, muchos comenzaríamos a orar ─y hago énfasis en el verbo «orar», pues lo retomaré más adelante─ para que el electrón no «se dispare» y no cause la muerte del gato, tratando de anticipar en el tiempo un resultado encaminado a salvar la vida del animal.
Ahora bien, más allá de aquella realidad que podemos constatar usando nuestros sentidos, ¿cuál es la respuesta de la teoría cuántica a la Paradoja de Schrödenger?
En 1925, Louis De Broglie había propuesto la siguiente hipótesis: cada partícula material tiene una longitud de onda asociada, la cual es inversamente proporcional a su masa y a su velocidad. Quedaba así establecida la dualidad onda/materia: desde el punto de vista de la Física Cuántica, un electrón (y toda partícula subatómica) es partícula material y onda al mismo tiempo.  Por esta razón, como partícula material, el electrón se mueve de forma lineal y se proyecta, activando el mecanismo que hace caer el martillo y provocando la muerte del gato. Pero, al mismo tiempo, como onda, el electrón vibra u oscila, no choca con el mecanismo que activa el martillo y, al final, el gato no muere.
En resumidas cuentas, según la teoría cuántica, el gato dentro de la caja está muerto y vivo al mismo tiempo.
Por supuesto, al abrir la caja nosotros veremos al animal en un solo estado: o vivo o muerto. Y es que, fuera del mundo cuántico, las dos posibilidades anteriores dejan de existir simultáneamente y la realidad se define por el punto de vista del observador. En otras palabras, el experimento propuesto por Schrödinger es solamente aplicable a partículas aisladas, pero una vez que las partículas subatómicas inician un proceso de convergencia e interacción, éste deja de aplicarse.
¿Existen, entonces, respuestas a esta paradoja?
Pues sí. Hay teorías que han dejado abiertas las puertas para dar respuesta a la Paradoja del gato de Schrödinger; por ejemplo, la Teoría de los Universos paralelos o del entrelazamiento cuántico, según la cual es posible la existencia de múltiples universos paralelos que, al entrelazarse, entretejen una trama o un Totum, el llamado multiverso.
Y bien, ¿es real este multiverso? ¿O queda solamente en el predio de la literatura fantástica?
Y en resumen, ¿dónde vivimos? ¿Qué somos? ¿Podremos saberlo algún día?
Como vemos, se trata de las mismas interrogantes que han acompañado a la humanidad desde tiempos remotos, si bien ─por supuesto─ «actualizadas» por la historia del pensamiento científico. Pero, a fin de cuentas, son siempre las mismas preguntas. E intentando darles respuesta, la búsqueda de certezas choca contra el muro del desconocimiento y, como siempre, aquello que ignoramos, aquello que nuestros sentidos no perciben desencadena en nosotros una turbulencia emocional que nos conduce a experimentar sentimientos negativos que desembocan en el miedo.
Claro, hay algo a nuestro favor que olvidamos con frecuencia, hay algo que menospreciamos por considerarlo dentro de la categoría de lo «paranormal»,  hay algo    regularmente despreciado por infalibles catedráticos por  falta de demostración racional: me refiero a nuestro «sexto sentido», esa capacidad que, en general, definimos como «intuición» y que, atreviéndome a usar un paralelismo físico-poético, nos permite descubrir «lo invisible» a través de un viaje entre el universo cuántico y el universo sensible.
Una explicación científica de la «intuición» como viaje entre ambos universos podría ser, por ejemplo, la teoría cuántica de la decoherencia.
La decoherencia cuántica es el término aceptado y utilizado en mecánica cuántica para explicar cómo un estado cuántico entrelazado puede dar lugar a un estado físico clásico (no entrelazado). Por supuesto, llegar a considerar dicha hipótesis no ha sido fácil; el camino ha resultado ser un sendero pedregoso y desconcertante que, en su día, llevó a poner en tela de juicio los propios cimientos de la teoría cuántica.
En 1935, Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen presentaron la Paradoja EPR,  llamada de esta forma por usar las iniciales de los tres científicos. El experimento planteado por EPR consiste en lo siguiente: dos partículas que interactuaron en «el pasado» han quedado en un estado entrelazado y, desde «el presente»,  dos observadores captan cada una de las partículas de forma independiente. Sin embargo, cuando cada observador mide la inercia de la partícula que observa, sabe cuál es la inercia de la otra. Y si mide su posición, gracias al entrelazamiento cuántico y al principio de incertidumbre, puede saber la posición de la otra partícula de forma instantánea.
Así, Einstein llegaba a la conclusión de que la Paradoja EPR entraba en contradicción con la Teoría de la relatividad, ya que permitía la observación de un fenómeno (el de la acción a distancia instantánea) sin permitir hacer predicciones exactas sobre él: entraban en contradicción los principios de la medida y la localización dentro de la ciencia cuántica.
Pero lo que no sabía Einstein es que la paradoja presentada era la manifestación de lo que realmente ocurre en el universo. En resumen, Einstein desconocía la Teoría del entrelazamiento cuántico, la cual afirma que, en un estado entrelazado, manipulando una de sus partículas se puede modificar el estado total; es decir, operando sobre una de las partículas se puede modificar, de manera instantánea, el estado de otras partículas a distancia, fenómeno que no tiene sentido (a simple vista) en el mundo de nuestras experiencias cotidianas.
Por supuesto, de los tiempos de Einstein a nuestros días algo ha cambiado; por ejemplo, los físicos han logrado modificar «desde el presente»  un evento que ha sucedido con anterioridad, demostrando que dos partículas, aunque estén separadas entre sí por una distancia monstruosa, son capaces de comunicarse sin que exista entre ellas ningún canal de transmisión. Este fenómeno, llamado entrelazamiento cuántico, demuestra que la realidad cuántica es muy diferente a la realidad física material captable a través de nuestros sentidos. Y es aquí donde entra en juego la «intuición de la mente creativa».
Más allá de nuestra observación y de nuestra percepción sensorial, más allá de aquello que vemos, escuchamos, tocamos, etcétera, existe un espacio invisible o tan opaco como la caja en la que se encierra el gato del experimento mental de Schrödinger. Desde la óptica de la «mente creativa», este espacio invisible es el llamado Mundo de Imago, espacio que existe para todos, pero al cual solamente se accede con los instrumentos del espíritu creativo, instrumentos que nos posibilitan «ver» al gato vivo y muerto al mismo tiempo.
Volvemos, pues, a la teoría de la decoherencia anteriormente mencionada; es decir, regresamos a la explicación del tránsito de un estado cuántico entrelazado que da lugar a un estado físico clásico (no entrelazado), pero en este caso, visto a través del viaje que realiza la «mente creativa»: el poeta transformando metáforas (véase etimología de metáfora[1]) en versos, el escritor rescatando imágenes y trayéndolas o transportándolas a la realidad histórica, el pintor captando movimientos indefinidos y transformándolos en trazos sobre un lienzo, el compositor traduciendo los sonidos de la Naturaleza en notas musicales... En conclusión: el proceso de creación artística como manifestación de la llamada decoherencia cuántica.
En 1996 publiqué con ediciones Vivarium un ensayo titulado Teilhard y Lezama: Teología Poética. En él dediqué varias páginas del último capítulo a abordar el tema del viaje imaginario del poeta, para lo cual hice una comparación entre la cosmovisión teilhardiana del universo y aquélla encerrada en el cosmos poético de José Lezama Lima. Entre otros conceptos, hice referencia al de «ojo de la aguja», concepto que utilicé para explicar mi idea poetizada de la existencia de universos entrelazados y convergentes. Resumiendo, expuse mi visión del viaje del escritor en su acto de creación cuando éste, en soledad, transita del mundo histórico (o sensorial o cronológico) al Mundo de Imago (universo cuántico imperceptible), tránsito que realiza atravesando un punto en el que ambas dimensiones convergen y al que doy el nombre de «ojo de la aguja».
En realidad, creo que la «mente creativa» no inventa absolutamente nada y que lo que hace es captar, por vía extrasensorial, imágenes que ya existen en ese multiverso del que nos habla la teoría del entrelazamiento cuántico. En tal sentido podríamos, por ejemplo, comparar al escritor con un tejedor de imágenes y afirmar ─¿por qué no?─ que escribir no es otra cosa que tejer. Sí. El escritor sostiene el hilo de lo imaginario y lo pasa a través del «ojo de la aguja». Luego teje, poco a poco, una elegante bufanda (su obra). Aparentemente, el hilo de la madeja nada tiene que ver con el del tejido; sin embargo, el hilo es el mismo en la madeja y en la bufanda y el tejedor solamente «ha creado» una realidad distinta (la bufanda) de aquella anterior (la madeja), sin olvidarnos de que «crear una realidad distinta» presupone siempre una elección personal ante la coexistencia de posibilidades simultáneas.
Por último ─y relacionado con lo anterior─, para concluir esta  Presentación del número XXXVII de la Revista Vivarium, deseo volver, por un instante, a un verbo que utilicé en este texto párrafos atrás, cuando analizaba las posibilidades de hallar al gato vivo o muerto dentro de la caja. Específicamente, me refiero al verbo «orar» y a su relación con la teoría cuántica.
Y, al respecto, expongo mi punto de vista ─uno entre tantos posibles─:
Tanto «crear» como «orar» son el resultado de una elección personal ante la incertidumbre de alternativas entrecruzadas. Oramos porque queremos anticipar, en forma positiva, el devenir de un acontecimiento. Orar es, por tanto, «escoger» una posibilidad ya existente; por ejemplo, el gato de la Paradoja de Schrödinger puede beber el veneno y morir o, al contrario, puede no beberlo y continuar con vida. Y si oramos para que cuando abramos la caja encontremos al gato vivo, es porque hemos escogido esa posibilidad latente. En ese caso, nuestra oración tendrá efecto. De igual forma, el escritor escoge tal o cual perspectiva de la realidad invisible para construir su obra. Y al hacerlo, no hace otra cosa que modificar la realidad.
Y entonces, ¿qué es «elegir» desde el punto de vista de la Física Cuántica?
Para dar respuesta a la anterior interrogante, hago referencia a dos ideas de Gregg Braden, expuestas  en su obra El efecto Isaías. Braden afirma que «el punto de elección es como un puente que hace posible que comience un camino y que cambie de curso para experimentar un resultado nuevo»[2], y «la clave para elegir un resultado entre los muchos posibles reside en nuestra habilidad para sentir que nuestra elección ya está sucediendo»[3].  Entonces, desde la óptica de la Física Cuántica, «orar» y «crear» pueden ser entendidos como actos de transformación y, bajo este punto de vista,  no son otra cosa que «escoger» posibilidades (aun cuando la caja de la Paradoja del gato de Schrödinger permanezca cerrada), estando convencidos de que todo, absolutamente todo, es potencialmente posible.

Rosa Marina González-Quevedo.
León, octubre de 2018.



[1] Del latín metaphŏra, y éste a su vez tomado del griego μεταφορά, que significa ‘traslado’ o ‘desplazamiento’, derivado de metapheró ‘yo transporto’.
[2] BRADEN, G., El efecto Isaías, www.nuevaconciencia.com.mx
[3] Ibid.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Hojas secas (Relato de un viejo leñador).


Nota de la autora:

Se avecina el Otoño. En breve los verdes bosques del verano se teñirán de los más caprichosos colores entre tonos ocres, violetas, dorados... Y luego quedarán hojas secas, pero vivas. Invito a los lectores de Los días de Venus en la Tierra a compartir esta historia que desea a todos un otoño sereno.

R.M.G-Q.







Por Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
León, España.

Cuenta la historia que en un lugar del bosque (de su pequeño e íntimo bosque) dejó trazado el proyecto de sus últimos días. Días, por demás, extraños (por tanto, memorables). Días que, para no olvidarles, los encerró en una caja de caudales, una caja vacía que a partir de aquel momento quedaría llena de hojas secas, una caja que dejó a merced del tiempo en un mar de naturaleza viva, el bosque que siempre amó.

No había más que verle acariciar los árboles para darse cuenta de su especial relación con ellos. Les consideraba sus amigos de siempre. A menudo, les hablaba. Y les contaba anécdotas de su vida, repasando, una por una, el tránsito veloz de sus estaciones personales: su primavera juvenil, cuando los sueños proliferaban como flores en su piel repleta de ilusiones; su verano impetuoso, cuando tenía tanta fuerza en el alma que podía derrumbar murallas de piedras a su paso... Y también algo de su invierno, cuando  la nieve y la soledad quemaban su energía, transformándola en cenizas.

Pero de todas sus estaciones personales, el otoño era aquella más significativa, precisamente por ser el tiempo de recoger hojas caídas: para él, las hojas secas representaban un enorme caudal y nadie lo sabía; eran retales de vida aparentemente deshechos que le servirían algún día para cubrir su cuerpo inmóvil por toda la eternidad; su cuerpo que estaba envejeciendo, paralizándose día a día. Por eso, en sus noches de invierno se ocupaba bien en conservar las tardes del otoño (quién sabe si éste sería el último de sus otoños) con el mismo celo que había siempre curado sus mañanas de sol.

No tenía herederos. Algún sobrino desconocido, hijo de algún hermano también desconocido en una ciudad desconocida... Eso era lo mismo que nada. Sobre todo, porque su entera fortuna estaba allí, en una caja de caudales llena de hojas secas y no en una cuenta bancaria, ni en un palacio lleno de riquezas acuñadas en dinero. Era, en fin, un pobre entre los más pobres... En resumen, él no tendría que preocuparse en dejar a nadie un testamento de su miseria. Cuando llegaran los días de nieve, cuando el viento frío abriera las ventanas de su cabaña y apagara su hoguera; cuando él, yerto, no pudiera andar para encender de nuevo el fuego, tendría al menos hojas para cubrirse el cuerpo. Que si bien una pequeña caja de caudales era un espacio muy reducido para almacenar gran número de ellas, estaba claro que, por lo menos, era éste un buen proyecto digno de faraones que preparan su alma para vivir en la eternidad.

Y nada más que contar. En realidad, no sé cuándo pudo haber sido escrita esta fugaz historia de amor que no habla de pasiones ni de idilios, pero que deja un mensaje extraordinario a todo buen observador:

Caminemos y entremos en el bosque que nos crece por dentro. Hallaremos un tesoro escondido en una caja olvidada por la gente. Tal vez, ello será suficiente para descubrir cuánto vale la vida cuando la muerte, implacable pero condescendiente, deja vivas hojas secas en la leyenda de cualquier viejo leñador.

domingo, 12 de agosto de 2018

La fábula del viejo rabel y la loba parda.



Nota de la autora: Hoy propongo a los lectores de Los días de Venus en la Tierra este relato que escribí hace algo más de un año para la sección Poniendo historias de Cuento Cuentos Contigo, evento de narrativa que se celebra el segundo viernes de cada mes en la ciudad de León (España). Para escribirlo, me inspiré en el romance tradicional La loba parda y me sumergí por un instante en una realidad lejana, consciente de que para una peregrina es muy difícil atrapar toda la magia que se encierra en una noche de luna llena, cuando los lobos aúllan y los zombis del silencio salen a cruzar caminos por la Cordillera Cantábrica.

Jacob van Maerlant. Koninklijke Bibliotheek. Netherlands.



La fábula del viejo rabel y la loba parda.

Por Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
León, España.

Era una noche de verano y la luna llena rompía la quietud del recinto. Un haz de luz traspasaba la penumbra de la habitación y se proyectaba sobre el espejo de la cómoda, para luego refractarse sobre el antiguo armario, iluminándolo misteriosamente. Afuera reinaba una extraña calma quebrantada por el chirriar de chicharras ocultas en los árboles de un bosque cercano. Apenas pocas familias habían llegado desde la ciudad, dos o tres, no más. El pequeño pueblo, perdido en la angostura de aquella montaña, parecía estar desierto.
Juan era uno de los pocos recién llegados. Por lo general, visitaba el pueblo cinco o seis veces al año, sobre todo en busca de la paz que la vida urbana le negaba. La casa había pertenecido a sus antepasados. Y él, que ya pasaba de los sesenta, volvía siempre allí, a revivir recuerdos. Así, al entrar, acostumbraba a tocar cada mueble y cada objeto que encontraba a su paso. Ello representaba una especie de ritual, como si a través del contacto físico pudiera hacer revivir estampas pasadas, acontecidas entre las paredes de la vivienda familiar. De esta forma, por ejemplo, tocaba el florero de porcelana e imaginaba a su abuela poniendo en él flores frescas. O la mesa de madera de la cocina, para ver de nuevo a su madre, extendiendo el mantel y llamándolo para comer. Cada objeto, cada elemento significaba algo vivo. De hecho, Juan no temía a los fantasmas.
Pero de todas las cosas del hogar había algo que quedaba fuera de aquella ceremonia táctil. En el armario de la solitaria habitación yacía un viejo rabel cual leyenda sepultada por la acción del tiempo. Y Juan se limitaba a abrir ceremoniosamente las puertas del mueble para observarlo allí, colocado igual que una reliquia sagrada sobre sábanas de hilo. Pero no lo tocaba con sus manos. No se atrevía a hacerlo. Y lo peor era que no sabía cuál era la fuerza misteriosa que se lo impedía.
Se trataba de un instrumento muy elaborado y antiguo. El propio Juan no podía explicarse de quién habría sido, pues su memoria, por más que hurgara en ella, no arrojaba ningún recuerdo en torno a aquel objeto. Durante su vida, no había escuchado a su abuela o a su madre o a cualquier otro pariente hablar de él en ningún sentido. No tenía, ni siquiera, referencias de algún antepasado con dotes de rabelista, ni mucho menos. Pero lo cierto era que, sin saber por qué, el viejo rabel había aparecido en el interior del armario así, un buen día, como si alguien lo hubiera celosamente guardado, quién sabe si para protegerlo de la vanidad humana.
Aquella noche, sin embargo, rompiendo su miedo, Juan sintió una energía de atracción especial, una fuerza descomunal que lo llevaba de forma inconsciente a ponerse en contacto con el misterioso instrumento. La luz de la luna era espléndida y se reflejaba sobre el armario abierto, creando en torno al rabel una imagen astral: mágicamente iluminado, el legendario objeto parecía destellar rayos multicolores de su entera estructura de madera.
Fue así que Juan se acercó y lo tomó en sus manos. Era la primera vez que lo hacía. Y luego, fascinado, se sentó y lo apoyó en sus piernas. Y con el arco empezó a frotar las cuerdas, lentamente, dando cuerpo real a aquella rara composición nunca antes escuchada, la cual fluía de su mente y se fundía en el sonido de un romance tradicional. Porque Juan, sin saber cómo, acompañado del viejo rabel, había comenzado a cantar una canción juglaresca, entonada por pastores mucho tiempo atrás. Y así, confundido por tanta fantasía, pensó que tal vez sería un sueño la imagen de aquella loba parda que afuera, en medio del silencio, aullaba a la luna

viernes, 15 de junio de 2018

BOCA AMARGA









Siento aún su mano deslizarse por mi vientre. Siento aún su dedo presionando mi vulva para entrar, con violencia, en mi vagina. Le encantaba mirarme a los ojos cuando ejecutaba ese desagradable ritual que él llamaba «juego preliminar»: ¿Te gusta?, me preguntaba. Y yo le respondía que sí. Pero él se daba cuenta de que le estaba mintiendo. Y para demostrármelo, sacaba el dedo de mi interior y me sujetaba la cara por el mentón, obligándome a mirarlo fijamente:
─¡Qué te va a gustar, si eres frígida!... ¿Ves? Estás más seca que una piedra puesta a hornear ─me decía. Y me restregaba el dedo por la boca, haciendo todo lo posible por humillarme─: ¡Puta! ¡Ya te enseñaré lo que es bueno!...
Yo sentía una ola de sangre golpear mi rostro; no podía saber si era de ira o vergüenza. Lo cierto es que mi turbación le excitaba aún mucho más, hasta el punto de lanzarse sobre mí como un animal salvaje:
─¡Toma, cerda! ─repetía mientras me poseía con la fuerza de un toro.
Y así, tiraba de mi cintura una y otra vez, pronunciando frases despiadadas. Luego, tras darme repetidos encontronazos contra el colchón, eyaculaba (al hacerlo, emitía un ronquido bestial). Y al final, lo de siempre: caía boca arriba, rendido.
Entonces, llegaba el momento de levantarme de la cama. Me tiraba la bata por encima y, en puntas de pie, entraba al baño. Me lavaba dos o tres veces. Y aprovechando que él estaba profundamente dormido, iba al salón. Me acostaba en el sofá. Encendía el ordenador. Me conectaba a Youtube. Y buscaba lo mejor de esos vídeos calientes que me invitaban a acariciarme y a saciar mi placer contenido.

Por la mañana, se iba a trabajar. No regresaba a casa hasta muy tarde. No me esperes a cenar, que todavía tengo mucho que hacer en la oficina era su pretexto favorito. Y sin crearse por ello cargos de conciencia, aparecía a las tantas, preñado del olor de otra mujer, con aquella fragancia que yo había aprendido a distinguir muy bien: J´ador usaba la zorra, J’adore y carmín bermellón, etiqueta indeleble en el cuello de las camisas de mi marido.
En cierta ocasión, mientras ponía su ropa en la lavadora, se me ocurrió preguntarle por aquellas manchas. ¿Es que eres tan idiota que no sabes que es pintalabios?, me respondió con sobrado cinismo. Y lloré durante el día y parte de la tarde. Era domingo. Esa noche íbamos a reunirnos con su jefe y otros colegas (y con sus respectivas mujeres, por supuesto). Mira a ver cómo haces para quitarte la hinchazón de los ojos, que van a pensar que te he maltratado, fue todo lo que me dijo. Y entonces, me retoqué con dos capas gruesas de base de maquillaje. Me pinté la cara como para ir a un concurso de máscaras. Me puse un vestido de noche, tacones altos... Sabía lo que me esperaba: una conversación insulsa, una velada con sabor a plástico y un regreso a casa enfrentando algún reproche: ¿Quién coño te mandó a preguntarle al jefe por mis vacaciones? ¡Eso a ti no te importa! Total, sean cuando sean, nos iremos de viaje igualmente.
***
Seis meses de noviazgo fueron suficientes para creer que nuestra vida conyugal iría a pedir de boca. Nos casamos por la Iglesia, como Dios manda. Un mes antes lo habíamos hecho en la oficina del Registro Civil. Y allí estaban todos: parientes, amigos, vecinos y colegas. Ese chico es buen partido me decía mi madre, quien aceptaba con beneplácito nuestra relación.
Pasamos en Roma la luna de miel. Recuerdo que caminábamos sobre el puente que atraviesa el Tíber, robando el encanto de las pintorescas callejuelas del Trastévere, recorriendo el ghetto ebraico[1] con sus románticos mesones, merodeando bajo el Pórtico de Octavia (donde dicen que pasea el alma de la lujuriosa Berenice[2])... Fueron, en fin, noches de estrellas en las que, tomados de la mano, atravesábamos Piazza di Spagna y lanzábamos monedas en la Fontana di Trevi. Fueron tardes fantásticas y atardeceres peregrinos cargados de crepúsculos que parecían ser tan eternos como aquella ciudad.
Sin embargo, a pocos días del regreso, nuestra vida de pareja comenzó a cambiar. Él se tornaba cada vez más extraño; sobre todo, por aquello de esconder en el cajón de su secreter pertenencias que debían quedar fuera de mi alcance:
─¿Qué guardas ahí, cariño? ─me aventuré a preguntarle un día, esperando una satisfacción de su parte.
Pero, para mi sorpresa, mi pregunta fue el detonante de su primer gran desplante: ¡Son cosas mías que no te incumben!
Y juro que no quería develar su secreto.
Pero el diablo andaba rondando por nuestras vidas. Y su descuido de aquella mañana en la que dejó abierto el misterioso cajón del secreter fue la estocada que desencadenó su infierno interior. (No tuve tiempo de cerrar de nuevo el mueble antes de que regresara a la habitación).
Entonces, supe que él no podía amar a nadie; ni a mí, ni a ésa que se jactaba de ser su amante manchando sus camisas con lápiz labial. Supe que tampoco podría llegar a regalarme rosas ni a escribirme cartas de amor ni a susurrarme al oído palabras tiernas. Supe que no podía existir amor en las tinieblas del miedo. Pues yo, sin querer, aquella mañana había descubierto los fetiches de una Era terrible en su vida, una etapa cruel en la que su humillación quedaba atada a su oscura adolescencia, atrapada en los brazos de quien le había obligado a descubrir su condición de hombre con escenas de felaciones y masturbaciones disfrazadas de protección materna...
Mientras tanto ─y para mi total infortunio─ él, a mis espaldas, observaba mi estado de petrificación y sonreía, planeando en su mente el castigo que me aplicaría:
─¡Por favor, NOOO!... ¡Por detrás NOOO!... ¡Palos NOOO!... ¡NO ME DESGARRES!
No obstante, ahora que él ya no está en este mundo, me pregunto si habrá alcanzado al fin la paz.
No le guardo rencor. No. A fin de cuentas, su cruel condena me permitió saber que, en un rincón de mi alma, seguía oculto el deseo de seguir viviendo... En fin, puedo perdonarle mis horas de terror, pero... Haber vivido con la boca amarga... Haber visto tantas veces despuntar el alba desde el sofá, aguardando lasciva y solitaria... ¡ESO SÍ QUE NO SE LO PERDONO!
Al menos, no en mis sueños.


Rosa Marina González-Quevedo.

León, España, marzo de 2018.






[1] Tr.: gueto hebreo
[2] Referencia a Berenice de Cilicia, hija de Herodes Agripa I, Rey de los judíos (conocido como Rey Herodes en los Hechos de los Apóstoles).

martes, 27 de marzo de 2018

Anécdotas vivientes: Las Palabras.



Por: Rosa Marina González-Quevedo.
 León, España.

¿Cuánto nos pueden separar a veces las palabras? ¿Cuánto éstas nos pueden hacer sentir diferentes?

Hace algunos años conocí a un chico catalán en un vuelo Madrid-La Habana, una persona jovial y amable con quien conversé durante las diez horas que duró el viaje. Él había llegado a la capital cubana como turista independiente, con vistas a alojar durante quince días en un apartamento particular (previamente reservado a través de internet). En fin, que a pocos días de su llegada, el extranjero sufrió un percance que le obligó a abandonar su albergue de forma abrupta.  Y así, viéndose momentáneamente “en la calle”, me llamó al número de teléfono que previamente le había dado en el aeropuerto al despedirnos:
─Rosa, estoy en un aprieto y necesito ayuda ─me pidió desesperado.
Y yo, por supuesto, le brindé albergue en nuestra casa, donde vivo con mi madre y mi tía cada vez que voy a mi país de origen. Pues nada, sucedió que aquella noche, poniendo pies en polvorosa, mi nuevo amigo tomó un taxi y se presentó lo más rápido que pudo en nuestro portal. Y mi madre, al verle llegar (y no habiendo visto el taxi), le preguntó:
─ ¿Y en qué viniste?
─En coche ─respondió el chico.
Entonces mi madre, perpleja ante tal respuesta, no pudo evitar su admiración:
─ ¿En coche a estas horas? ─Valga decir que eran cerca de las dos de la madrugada─ Y si viniste en coche, ¿cómo es que no sentimos los caballos?
Por supuesto, mi madre no entendía la diferencia de significado  entre «carro» (tal y como se suele llamar en Cuba al automóvil) y «coche» (término usado en España para designar el automóvil y en Cuba para designar una carroza tirada por caballos).
Por aquel entonces yo residía en Italia, país de lengua extranjera, en el cual tuve que asumir la dificultad de comunicación que conlleva el uso de un idioma diferente.
Luego pasaron los años. Y me vine  vivir a León.
Pensaba que por hablar la misma lengua no tendría dificultades idiomáticas. Sin embargo, gran chasco fue el mío cuando me dijeron por primera vez: «Nos vemos mañana a la salida del curro». Porque hasta ese momento, el único curro del cual yo había escuchado hablar era ése del refrán popular «estar como el curro en la fiesta». Y no sabía si tenía que esperar a mi conocido a la salida de algún sitio llamado «CURRO», tal vez algún cine con ese nombre... Porque para mí era una absoluta novedad esa palabra, igual que otras del lenguaje coloquial español: «Flipar», por ejemplo... que era una palabra que sólo me conducía a la serie televisiva estadounidense “Las aventuras de Flipper”... Y entonces «flipar», tal vez, tendría que ser un término relacionado con los delfines...
Y tantas frases incomprensibles como, por ejemplo: «ser un cazurro», «eso me mola», «estar de coña», «comerse el marrón», «ser un quinqui o ser un friqui»... Palabras y frases que a diario descubro, palabras y frases que los oriundos de esta tierra usan y que en un primer momento tiendo a adivinar o, más sabiamente, a preguntar qué significan.
Sin embargo, a veces ha sucedido lo contrario. Recuerdo que, en cierta ocasión, fui a la peluquería y le pedí a la peluquera que «me pelara». Entonces, sin el menor escrúpulo, ella se mofó de «mi mal uso de la lengua» y hasta quizás me tildara de ignorante:
─Aquí pelamos a los animales. A las personas les cortamos el pelo ─me respondió la docta peluquera, sintiéndose en aquel instante segura de estar en total poseso de las palabras.
Y me pregunto ¿por qué no abrirnos al uso de la propia lengua para aprender algo más cuando las palabras nos resultan extrañas? ¿Por qué no intercambiar las palabras llevándolas a un uso común, en vez de quedarnos en un trono ocasional construido para dar lecciones de cómo hay que hablar «en casa»?  ¿Hay reglas acaso para un Español que hoy por hoy aspira a ser Panhispánico? ¿No sería mucho mejor preguntar y ampliar el léxico?
Cierto es que «al País que fueres haz lo que vieres». Pero aceptar y aprender el uso de la lengua más allá de las propias fronteras nos permite ser cada vez más libres e integrados. Pero, por supuesto, en semejante empresa, el extranjero no es el único que debería «currarse el aprendizaje» en tierra extraña; no al menos para convivir en un planeta llamado TIERRA y en una familia llamada HUMANIDAD.
                                                                                


jueves, 4 de enero de 2018

PARA INICIAR EL 2018 CON NUEVOS BRÍOS.


Queridos lectores de Los días de Venus en la Tierra, tras algunos meses de ausencia por esta página de publicaciones, su autora, Rosa Marina González-Quevedo (Astarté) os quiere dar su más caluroso mensaje de Feliz Año 2018. Y lo hago compartiendo con vosotros mi relato El perdedor, leído anoche en el Filandón poético-musical celebrado en el CCAN de León, España, esperando que disfrutéis virtualmente del mismo.

 ¡FELIZ 2018!



 
3 de Enero de 2018, CCAN, León, España.
Fotografía de Marcelo O. Barrientos Tettamanti.

El perdedor.                                               

 Por Astarté
León, España.


Recuerdo que era una mañana gris y fría cuando dejé el pueblo. No me despedí de los vecinos. Cerré la puerta y eché a andar sin mirar lo que dejaba a mis espaldas. Sabía que sentimientos breves no alcanzarían jamás mis huellas (en mi comunidad no existía ese tipo de sutileza emocional).
Me tenían por borracho y jugador.
Les hacía un gran favor con irme lejos.
Claro, lo que no sabían era que conmigo llevaba el alma de aquel sitio de Dios...
¿Mis cartas?... ¡Ah, mis cartas!... Ésas fueron siempre las peores, porque fueron siempre las de perder. Y ahora, ni siquiera como expatriado me dan paz. ¡Ni siquiera así...! Porque lo del robo de las flores es pura cizaña. Un invento de los que quieren encubrir las propias trampas en la mesa del juego.
Yo jugué. ¡Sí que lo hice! Pero limpio. Se sabía que guardaba debajo de mi manga el «As de trébol». (Me gusta por su inmensa frescura). Pero de ahí a eso de romper una cerca para robar flores...
 En fin, que no tengo culpa. Ni de que la primavera sea infértil, ni de nada.
Y ahora me salen con esta treta...
Vamos a ver: ¿a qué hora más o menos descubrieron que la verja estaba rota? A las diez ¿no?... Las diez... Hora improbable para robar en los jardines. Porque a esa hora un usurpador no podría entrar así como así, con la gente que pasa y cotillea...  
Fotografía de Marcelo O. Barrientos Tettamanti.
En todo caso, os deberían preocupar más los mirones, que son los que entran y salen de todas partes sin pedir permiso. Por lo general, para husmear ilusiones ajenas. Pero un viejo perdedor como yo... ¡Vamos!... Un perdedor como yo solamente quería flores para su memoria.
Pues morí a las nueve y robé el corazón de la ciudad a las diez.
Sí, señores.
Sólo flores para su memoria...