PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




jueves, 4 de diciembre de 2014

La supervivencia.




       


Por Astarté.
León, España.

Era aquél un sendero de arena por donde se arrastraba una babosa, una de ésas que a menudo encontramos pegadas a un muro. De cómo el animalito había llegado hasta aquella vereda de playa, bueno, éste es un misterio como tantos otros. Lo cierto es que estaba allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. Extraño. Sí. Demasiado raro como para no buscarle explicaciones, por absurdas que éstas puedan ser. ¿Una especie de molusco de mar arrastrado hacia  la orilla por alguna ola? No. ¿Tal vez, la metamorfosis de una babosa de tierra, consecuencia de algún experimento o algo así? Tampoco. ¿Un híbrido, mitad almeja - mitad babosa?...Y bien, nada mejor que suponer que alguien había transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los límites de su hábitad natural. Alguien con ideas sádicas y corazón de piedra. Probablemente, un torturador frustrado. O no. Quizás, alguien por error: el bicho, escondido entre las toallas del bañista, en el interior de algún bolso playero, caído allí, casualmente... Lo cierto es que el molusco –podemos pensar que estaría alucinando– aparecía, como por arte de magia, en el estrecho pasaje de arena. Y a duras penas se arrastraba. Sí. Siempre adelante. Cargándose de fuerza positiva, sin desistir en su empeño. Opción de lucha, seguramente envidiada por cualquier ejemplar del género humano. Yendo adelante, como aguerrido combatiente en plena batalla y en medio de un campo minado. ¿Qué cómo producía el moco para arrastrase? Difícil de explicar. Aún así, seguía adelante.

Era mediodía y el sol comenzaba a quemar. La temperatura de treinta grados, más o menos. El mar, todavía distante (a razón de cincuenta metros la orilla) no cubría el margen suficiente como para poder mantener la humedad en la superficie del suelo arenoso, a tanta distancia de donde yacía la babosa. Sólo un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito. (Quizá ello sería su salvación, aunque terminase enganchado a una rama espinosa. Moriría, al menos, dignamente. Y no sobre la arena como vaina de haba seca...). Un cangrejillo de mar, que a la sazón emergía de su cueva, se desplazó con paso frenético hacia el punto en el cual la babosa persistía en arrastrarse aún. Tropezó con ella y desvió su marcha en dirección a la orilla. Entretanto, el suplicio del pequeño molusco de tierra duraba ya casi una hora. ¿Cómo resistía? Un misterio como tantos. A paso lento. Imperceptible, contrastando su agonía con el brillo de una concha que resplandecía allí, a pocos centímetros de su angustiosa imagen. Claro, llegar a la concha sería una gran oportunidad para sobrevivir, al menos, hasta alcanzar una muerte digna. En cama de nácar. Su salvación a una distancia que representaba millones de años luz. Aun así, nada se interpondría entre su energía mortal y la preciosa meta. Su cuerpecillo, a rastras, se esforzaría por sobrevivir. Algo de magia era imprescindible, por supuesto. Algo de magia... Cuando de repente, el agobiante sol se ocultó tras un nubarrón de esos grises y oscuros. El olor de la lluvia que estaba por caer se tornó intenso (ello indicaba la inminencia de algún chaparrón). Y el viento, por su parte, alzó diminutas crestas en el mar, transformando la anterior apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con señales de lluvia, mezcla de salitre y hierba en el aire... el hálito del monte no tan lejano... el sonido del cantar de pájaros. El monte no estaba tan distante. Algo de magia había en ese olor de crustáceos y madera. Todo mezclado. O mejor aún, olor a mar y a resina que brota del tronco de las casuarinas silvestres. El monte no estaba tan distante. Algo de magia era imprescindible. Y la magia se realizó cuando cayó la lluvia.

La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta. En poco tiempo, al llover, la arena se tornó húmeda y compacta como la tierra. Y la pequeña concha, que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada por un hilo de agua que le sirvió de canal entre la arena, llegó al pie del molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser, salido del milagro que fuera la canción de la entera Natura, abordó la barcaza de socorro. Para luego seguir adelante, ahora dejándose llevar por el viento a través del riachuelo mágicamente construido. Navegando a lomos de su tenacidad, quién sabe si hasta llegar al mismísimo monte. 

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