PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 2 de agosto de 2013

LA CANCIÓN DEL FANTOCHE.

 



Por Astarté.
León, España.


Miraba tan lejos que su vista se perdía en el horizonte y luego no hallaba el camino de regreso al hogar. Sus aspiraciones, altas como el trono de los antiguos emperadores, sobrepasaban la techumbre de su humilde casa y, quizás por eso, las ideas escapaban de su frente hacia los árboles del monte. Su condición de curandero de barraca era, sin embargo, aquello que menos cuadraba con el resto de su personalidad de rey frustrado. Claro que, dadas las circunstancias de pobreza material y moral que le circundaban, este monarca improvisado, con su jerarquía de ambiciones y su cetro de ignorancia, vio la posibilidad de convertirse, de buenas a primeras, en una especie de rey Midas. Olvidaba, al parecer, que para entrar en el torrente espiritual ajeno tenía, ante todo, que labrar su jardín con manos propias.

      Usaba las hierbas para curar a la gente. Y la gente, creyéndole sin más, acudía a sus rústicas sesiones de medicina natural, fueran cuales fueran las dificultades del camino. Cada mañana entraba en un viejo trillo y se perdía en la maleza, para luego regresar con las manos repletas de ramas y raíces. Más tarde, a eso del mediodía, encendía el carbón y preparaba un brebaje, al cual había dado el nombre de “néctar milagroso”. Decía que un solo frasco de tal mejunje calmaba, no ya los dolores corporales, sino, sobre todo, aquellos del alma.

      Fue así que su casucha comenzó a llenarse de paisanos (y de paisanas, por supuesto), crédulos de buen corazón que acudían cada tarde a encontrar al curandero para comprarle todo lo más que pudieran de aquella poción divina. Él, mientras tanto, acumulaba riquezas materiales de todo género: aquellos que no le pagaban con dinero, lo hacían en especie (con frutos de la tierra o del mar, pieles, animales y hasta piedras). De esta forma, el ilustre salvador de vidas, poco a poco, llegó a poseer un verdadero imperio entre el monte y la playa. Se hizo de una embarcación, construyó un espigón, alzó un pequeño faro en su enigmático puerto. Compró maquinarias para cultivar la tierra, cercó su hacienda, adquirió ganado y caballos. Y más tarde, cuando su poder era ya estimable, compró el derecho de tener labradores y siervos a su entera merced. Fundó una villa. Construyó una iglesia y, frente a ésta, un prostíbulo de lujo para criar hembras de monta legítimas. Edificó un banco; acuñó una moneda en la cual resaltaba, como imagen, la monstruosidad de su propia esfinge. Y para culminar su obra de dueño y soberano, monopolizó los límites del espacio territorial, por cielo y por suelo, de su oscuro reino.

      No compró, sin embargo, la eternidad. Eso no pudo hacerlo.

      Cuentan los que allí vivieron que, fascinado por la fluorescencia de la flor de la mandrágora, no tuvo cuidado al desenterrar su raíz, cayendo, mortal, en el torbellino de espectros nacidos del conjuro que él mismo pronunció. Y cuentan también que, en la noche de su muerte, una vieja guitarra, borracha de arpegios, fue a parir.




 
Paria, preciosa canción de Alberto Tosca, interpretada por la cantante cubana Xiomara Laugart. Me inspiró para escribir La canción del fantoche.


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