PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 28 de septiembre de 2012

Regresar al Paraíso (Relato contado por una vieja amiga).




 
 Por Astarté.
León, España. 

El insecto
Un amigo ecologista dice que vivimos en una especie de frenesí de consumismo, que lo mismo nos llevará a comernos un jabón al chocolate que a tomarnos un zambuco con detergente al coco. Luego, y como los detergentes no se comen, sin dudas terminaremos en el supermercado comprando kilos de bizcochos con nata y cuantas ignominias encontremos a nuestro paso. Y si un día, después de tanta gula, San Pedro nos concede la llave del Cielo y llegamos al Paraíso, probablemente tendremos que pagar nuestros pecados de gula terminando por ser pasto de insectos, cosa que da asco. Entre paréntesis, sépase que en el Paraíso la cucaracha está considerada la mascota oficial, categoría alcanzada por su nivel de supervivencia. Bicho asqueroso, sí, pero al menos nos permite despertar de un profundo sueño y comprobar que hemos aterrizado en una hipérbole con cara de ingenuidad: la tierra natal.
Parafraseando al filósofo, nuestro hogar es el punto del eterno retorno y volver es algo más que un tango de Carlos Gardel. Mi regreso (a la isla de Cuba) ha tenido dos causas: la primera, de origen antropo-genealógico; es decir, ver a la familia y renovar mi condición ancestral; la segunda, de naturaleza eminentemente burocrática, recoger y legalizar documentos. Cual de las dos más compleja, aún no lo sé. La diferencia está en el límite existencial de cada una. Las raíces se pierden o se aferran al barro, y te dan la oportunidad de sentirte sangre y piel. Mientras que los papeles, frágiles y carentes de naturaleza propia, en el mejor de los casos pueden hacerte sentir un objeto con valor, pues sin ellos no somos nada. Absolutamente nada.
En fin, mi llegada fue como un parto: el recién nacido asomando la cabecita por la chocha sangrienta de una madre que grita quién diablos la mandó a acostarse con un desgraciado. Nada extraordinario. He llegado ya otras veces y siempre me parece que estoy naciendo. Claro, entrar por las puertas del Edén es complicadísimo. Te tienen en espera haciendo cola hasta que se te cae la mandíbula con la incerteza de recordar qué viniste a buscar ante las inexpugnables compuertas de inmigración, por donde asoma su perfil cualquier humanoide vestido de soldado. Y entonces llegan las preguntas, los cuñitos en el pasaporte, el reto a desafiar mil veces el umbral de la paciencia hasta que… ¡al fin!, te admiten por tiempo limitado. Es también normal lo del tiempo. No somos eternos. Tampoco aquí, donde se inventó la eternidad.
Cuando pisé el suelo sagrado fui conducida por la inercia del viajero a través de los corredores de plástico transparente construidos en el nuevo aeropuerto. A mi izquierda, una pared del mismo material separando a los que llegan de los que se van, estos últimos atrapados en una pecera, rodeados de anuncios publicitarios que proponen la venta de productos autóctonos. Advertencia: no se debe abandonar este territorio sin probar, por ejemplo, el ron o los puros de marca.
La misma noche que llegué sucedió lo de la cucaracha en mi cuello (cosa que no cuento por asco). Había permanecido durante toda la noche en mi cama, con los ojos abiertos, mirando con atención la lámpara que pendía sobre mi cabeza y organizando cada paso de la jornada sucesiva: ir de compras, obviamente. Sabemos que todo aquel que llega tiene, por obligación, que ir el primer día a comprar víveres al mercado principal, que es el esmeralda. En tal sentido, y como información general, tengo que decir que en el Paraíso la estructura mercantil se organiza de la siguiente forma: la primera opción para los recién llegados es el mercado esmeralda, donde se compran los productos a altos precios y con billetes verdes. La segunda opción es el mercado negro, donde se usan, indistintamente, billetes verdes o azules; en él los precios son más económicos, todo depende de la categoría y rareza del producto (aunque no sepas nunca de dónde salió lo que adquiriste). Por último, un mercado gris, no recomendable, en el cual se adquieren las papeletas para la subsistencia, se utilizan solamente billetes azules y se come una semana al mes. Los foráneos siempre vamos el primer día al mercado esmeralda, y si nos tardamos un poco en tierra sagrada, empezamos a frecuentar el mercado negro… ¡pero jamás el gris!
Después de hacer mis primeras adquisiciones me dispuse a iniciar mis propósitos burocráticos. Hacía ya seis meses que estaba en la farándula de llamar por teléfono a distancia, haciendo gestiones aquí y en el más allá, poniendo vasos de agua bajo el sol y la lluvia a San Aparicio de los Beatos con tal de resolver mis documentos, uno de ellos perdido en el archivo de mi provincia natal. “Todo está listo, legalizado y traducido”, había dicho mi madre en una de las últimas llamadas. Solamente me quedaba la parte oficial del consulado, empresa que bien podría realizarse en unos quince días, según mis cálculos.
Me levanté con los ojos hinchados de tan mala noche. Pienso que la cucaracha, arcano del fin de los tiempos, estaría parapetada bajo el colchón o en otro rincón del cuarto, así que lo mejor era esperar la tarde para darle caza con el spray matainsectos. Bueno, aprovecho este contexto para aclarar que en el Paraíso no todo es tan terrible como parece; por ejemplo, además de una mascota oficial hay frutos divinos. En verano, por ejemplo, podemos batir con leche un buen mango, o un pedazo de fruta-bomba, o un platanito maduro, y así desayunar sin echar de menos las leches desnatadas o los yogures dietéticos. Llenarte las tripas de frutas todas las que quieras, todas cuantas pagues, todas las que puedas comprar es la mejor estrategia para darte una buena carga de vitaminas. Y por lo general se consiguen siempre, a no ser que pase un cicloncito y destruya el idílico jardín.


 
Permanencia: la comunidad
Después de hacer un recorrido por la ciudad, llegué a la oficina consular. Con una altivez fuera de lo común presenté al custodio mi nuevo pasaporte, ese que me dieron fuera del Paraíso; o sea, en el Infierno. De inmediato me hicieron pasar y pedí entrevista con el funcionario encargado de la documentación. Vino a mi encuentro una joven de buenos modales, la cual me atendió sin pérdida de tiempo:
— Pero aquí falta un documento, uno de los principales, y sin él nada puedo hacer.
— No lo creo. Me han dicho que no me falta nada.
— Señora, le digo que falta uno. Es mejor que verifique y luego venga.
De más está decir que en aquel instante creí transformarme en mi álter ego. Sentí que mis sienes comenzaban a sufrir un proceso de congelación nerviosa, al tiempo que mi cuerpo se tornaba esmeralda, como el mercado. Quien no lo ha experimentado no sabe lo que significa recibir la noticia de que te falta un documento en tierra sacra. Es lo mismo que estar en el Titanic sin botes de salvamento cuando el iceberg ha roto la quilla. Para qué contar lo que sentí. No vale la pena.
Como una onda magnética atravesé el parque del edificio consular, tomé de nuevo el auto de mi padre, “¡es todo un grandísimo desastre!”… Se unieron, en menos de un segundo, cielo y tierra.  Sin reflexionar, sobre la medida de mis pasos llegué, en horario de almuerzo, con las papilas gustativas del todo secas, a la oficina nacional en donde debían “completar” mis prácticas burocráticas:
— No sabemos nada de que falte algo, pero si ellos lo dicen, así será. Si se trata del certificado de estudios, eso hay que irlo a buscar a su lugar de origen, señora. Además, debe usted pagar otra cifra por el papel que falta, son trescientos cincuenta…
Continuando con la enumeración de los bienes a los que podemos aspirar, este huerto del Señor tiene una mascota oficial, frutas tropicales y, sobre todo, una etnia que te rompe el pellejo hasta dejarte bailando al toque de cajón africano. Las noches son calientes, sobre todo en los meses de verano, en los que no te queda más remedio que sentarte en el portal para coger fresco y mirar pasar a los habitantes del barrio y sus contornos. En tal sentido, debo señalar que en los últimos tiempos se ha perfilado el semblante del barrio en forma abiertamente primitiva: si no vi pasar más de un centenar de negritos sin camisa por el medio de la calle, o de parejas multicolores bebiendo la ambrosía divina, empinándose alegremente una botellita de gualfarina, juro entonces que es mentira que existo. Ahora la moda en el país de los ritos y de los sacramentos es la absoluta toma de conciencia tribal. Pues si en épocas precedentes la organización comunitaria era de tendencia matriarcal y dormía en el regazo de Mather-Matrioska, hoy, tras un violento retorno a los ancestros, ha sido sustituida por modelos comunitarios locales, mucho más patriarcales y seguros. En pocas palabras: sucede que la vida ha cambiado, que la otrora forma de colectivización descubierta  en otras latitudes y a duras penas puesta en práctica en la tierra caliente ya no es operativa, etc., razones por las que la tendencia a la comunidad del cromagnon ha comenzado a ser vista con buenos ojos. Y para darle un toque de originalidad a la atmósfera comunitaria, aquella noche algunos vecinos habían sacado una mesita colocándola en el medio de la acera, con la finalidad de recoger firmas. Se trataba de una campaña de organización, algo así como la aprobación popular de una ley que impidiese tocar el libro que regula la arquitectura eidética del topus urano.
Vamos a explicar mejor las cosas: por lo que entendí, cada miembro de la comunidad debía dar su consentimiento a no modificar las normas de equilibrio establecidas desde los orígenes del colectivismo primitivo y a no dejarse contagiar por epidemias endémicas foráneas. Dicha mesita (con la hoja para recoger las firmas) debía permanecer tres días con tres noches en el medio de la acera, o en uno de los portales de algún guerrero comunitario. De esta forma, todos, lo mismo si pasaba algún adicto a la gualfarina o si una anciana de la tribu asomaba su cabecita blanca por un humilde ventanuco, absolutamente todos (y por votación unánime) tendrían la oportunidad de garantizar la continuidad del orden y de la prosperidad colectiva. ¿Cómo? Firmando y basta.
Gracias a Dios, yo no tenía que firmar nada. En mi cabeza sólo giraba la imagen del documento que faltaba y que estaba por llegar de no se sabe dónde. Ya me habían dicho que la demora en su envío se debía a que el correo no estaba funcionando por motivos desconocidos, y que con un poco de suerte, obtendría el documento en mi última semana de estancia en tierras paradisíacas, cosa que me ponía los nervios de punta. En fin, que una vez llegado el documento, me quedarían aún dos pasos burocráticos de envergadura para terminar mi misión burocrática en el Paraíso: legalizar los papeles que no llegaban y no sé qué otra autorización en la oficina consular. Fue entonces que, arrastrada por el ambiente de primitivismo e inspirada en un ejemplar de hombre de las cavernas que en aquel instante pasaba frente a mi portal lanzando sonidos onomatopéyicos: “¡Oye, oye, asere, ambia…!”, vino a mi cabeza una idea no menos brillante que primitiva: apelar al uso de palomas mensajeras.
En el Edén hay muchas palomas. Es histórico el arte de entrenarlas para llevar y traer la correspondencia. Así funcionó el correo en el monte, cuando la guerra contra la primera metrópoli. Es así que después de valorar bien el estado de las cosas, de pensar que me quedaba poco tiempo para someterme a la burocracia consular y, sobre todo, tras recordar eso que explicaba antes con respecto al estado tribal del cromagnon y todas mis demás consideraciones, llegué a la conclusión de que la Internet y mierda del género no tienen cabida en tan bello horizonte, donde hay suficientes instrumentos naturales para sustituir la tecnología. Evoqué un capítulo del Génesis, y a mí llegó un rayo de luz…
… y atravesando el cielo aquella paloma blanca trajo en su pico una hoja de papel mascullada, una mísera fotocopia que dio la vuelta al mundo y cayó entre mis manos, suavemente, como el maná.
Una semana después hacía la cola en la ventanilla de atención a conciudadanos, en el consulado de mi actual país de residencia. Estoy convencida de que es difícil imaginar el titingó de hembras de todas razas y colores que allí encontré tratando de legalizar sus respectivos matrimonios con ciudadanos foráneos, cada una divagando en un sinfín de posibilidades para salir del Paraíso hacia los llamados puntos luciferinos del planeta, dejando atrás la cucaracha que ya no puede caminar, las frutas del Caney y las palomitas mensajeras…
—Pero, exactamente, ¿cuál es tu municipio de residencia en el exterior?, ¿cómo se llama?, porque si no me lo dices, ¿cómo puedo inscribir tu matrimonio, mi’jita?
—¡Ah, no!, yo no sé cómo se llama el lugar donde vive mi marido…
—¿Y por lo menos sabes el nombre de tu marido, hija mía?
… ¡Pobres ángeles caídos! Tal vez Dios sabrá perdonarlos el día del Juicio Final.


Las raíces, las leyendas
Mi padre tiene los ojos vidriosos y el semblante cansado de tanto mirar el sol. En sus monólogos hay retazos de memoria, historias de juventud, cicatrices del pasado. Me cuenta de un ser pintoresco, un hijo de su puta madre, profesor de anatomía en la universidad, un tal Isidro Hernández. Este tipo se dedicaba a vender y a revender todo cuanto podía, desde libros a los estudiantes, hasta cajas de muerto. Y estaba siempre sucio como un coño de prostíbulo, era “tarrúo” y borracho, lo que se dice un dechado de virtudes. Cierta tarde quiso entrar en la tanda dominical del cine más lujoso de la ciudad con un pantalón lleno de agujeros y una camisa negra de churre, sabiendo que le sería totalmente prohibida la entrada en semejantes condiciones. A este cine sólo dejaban pasar en cuello y corbata, me cuenta mi padre, nada de suciedades. Fue cuando el tal Isidro, sacando un fajo de billetes del bolsillo, gritó a voz en cuello que él entraría de “a cojones”, pues tenía tanto dinero que podía comprar ese y todos los demás cines de la ciudad. Y era cierto, según mi padre, era un tipo riquísimo que tenía la inteligencia de convertir la mierda en oro, cosa que no lograra hacer, ni siquiera en sus mejores momentos, el mismísimo Conde de Saint-Germain.
El tal Isidro escapó del Paraíso desde los inicios de la creación, y fue tan audaz en sus maniobras comerciales que logró fundar una institución humanista en tierras del demonio. Estas son las cosas que hoy hacen reír a mi padre, quien no pudo jamás convertir la mierda en oro, pero sí sus sueños en quimeras. Mi madre también relata historias, me repite aquella fábula del tesoro escondido y del barracón de esclavos en el ingenio Las Palmas, sitio en el cual su bisabuelo trabajara como mayoral. Allí fueron descubiertas, metidas en un saquito de yute y enterradas, las piedras que hoy titilan en mi mano, en este anillo made in Italy. Parecían de plástico; sin embargo, son piedras preciosas. Fue mi bisabuela, la hija del mayoral, quien las regalara a mi madre, diciéndole: “Estas piedras te las dejo como herencia. Espero que algún día se conviertan en una joya importante”. ¡Y hoy están aquí, en la mano derecha de tu bisnieta!… Así son las fábulas, pueden convertirse en realidad.
Siempre he dicho que el alma de la familia renace en la cuarta generación y que en la tercera muere. No sé por qué se me ocurren estas idioteces. En tal caso, el alma de mi bisabuela moriría en mi madre y renacería en mí, cosa para nada absurda, pues cada vez que miro el anillo, una fuente de energía me hace regresar al viejo barracón de esclavos. Lo que no entiendo es qué diablos hacían las piedras en un barracón, escondidas bajo la tierra. Quizás, una historia de amor explicaría las cosas; por ejemplo, la historia entre un amo blanco y una negra esclava a quien el amante diera una recompensa por sus servicios o, tal vez, un pequeño patrimonio para el hijo oculto. Sea como sea son historias de almas muertas, no de aquellas de Gógol, sino éstas de una isla llena de mitos y leyendas. Y ahora me parece que otra alma está muriendo. Mi padre está muy cansado, como si su energía comenzara a ser insuficiente para vivir en el Paraíso y necesitase un poco de fuego ígneo. Sé que está enfermo, como casi todos los padres que conozco. Y tengo miedo de quedarme un día sin padre, sin madre, sin raíces. Desde el día que emigré he comenzado a quedarme genealógicamente sola.
Mi casa es como las demás, siempre que llueve se moja. Bueno, a decir verdad, se moja más que las otras, porque en el último huracán perdió la techumbre que cubría el pasillo exterior y ahora, cada vez que cae un chaparrón, no se sabe si está lloviendo adentro o afuera. Antes era diferente. Mi casa tenía rincones con sabor a melcocha y búcaros de porcelana, aquellos que generaciones de gatos malcriados se encargaron de destruir. Se escuchaba la música en un tocadiscos de plato, discos grabados con voces lejanas que hoy ya no quieren cantar. Y había una niña que escribía en las paredes las primeras palabras aprendidas en la escuela y que llenaba el diván con muñecas de pelo largo. Mi ciudad, sin embargo, no ha cambiado. Sigue siendo tan grande como pintoresca, sólo que ahora sus habitantes han desarrollado un modo de vida rudimentario que les permite adaptarse a lo que venga. Esta mañana, por ejemplo, se hace un desfile popular. Si miras la televisión verás la concentración de hormiguitas pasando por un punto fijo de la capital. Ello significa que los miembros de la comunidad están adiestrados para conglomerarse, aun cuando la temperatura marca 35 grados a las 10:00 de la mañana. Y bien, son éstas las normas del código colectivo, entrenarte y seguir la orden de mando sin mirar las condiciones climáticas. Claro que hay determinados elementos que viven por encima de la media; son aquellos que a pesar del entrenamiento se las han ingeniado para robar la fruta prohibida sin ser descubiertos, viven en condiciones de homo sapiens, no saben hasta cuándo, pero mientras dure, gozan. Son ellos quienes han inventado eso de sacar mesitas a la calle para realizar votaciones públicas.
Cuando terminó el desfile acudí con urgencia a la oficina consular con vistas a recoger mis documentos. Desafortunadamente, la joven que me debía atender no había llegado, y no vendría hasta el día siguiente. Recordé que luchar sin límites fue el oráculo que la sacerdotisa de la vida dijera a mi madre el día que nací. Y me fui a freír papas, por docenas para sofocar las penas. Una tonelada de papitas recubiertas de sal, a ver si me venía el soponcio, pero por lo menos moriría comiendo como las cucarachas, y no martirizándome con papeles y firmas. A veces, me pregunto qué haré el día en el que ya no dependamos de los papeles, en un momento así, cómo segregar bilis sin la carga psíquica de la burocracia en nuestras mentes de hormigas conglomeradas. Y ahora “estoy aquí, de pie”, como dice la canción, mirando el estante de pastas en el mercado esmeralda. Será ésta mi última compra y aprovecho para adquirir lo más que pueda. Por supuesto, hay mercancías que no existen en ninguno de los tres mercados, por ejemplo, los cepillos de dientes. Pero hay dentífricos, no importa que no se vendan los cepillos, total, si masticas la pasta y luego la escupes es lo mismo que cepillarte los dientes. No importa tampoco que la pasta no sea al chocolate o a la menta. Así evitas que una cucaracha te entre en la boca. Se sabe que la sociedad de consumo; es decir, ese imán que te atrae a un centro diabólico, inventa cepillos y pastas con sabores para hacerte comprar cosas inútiles. Mira, que te digo que masticar la pasta y luego escupirla es igual que cepillarte la dentadura. O mejor aún. Si vas al dentista (que en el Paraíso es gratis) y te sacas los dientes para ponértelos postizos, matas dos pájaros de un tiro: el dentífrico y el cepillo. Consejo santo.
 
El regreso a las llamas luciferinas
— ¡Quítese el sombrero!, ¡mire de frente!
Me controlan de pies a cabeza, esta vez no para entrar, sino para abandonar el Paraíso. Deben saber si yo soy yo o un facsímil de mi currículum vítae. Ahora me preguntan si estoy segura de ser yo realmente, respondo que sí, aunque la incertidumbre por un instante me traiciona. Ellos huelen mis emanaciones de inseguridad y dudan, pero me dejan pasar. Con una sonrisa me desean buen viaje y un pronto retorno al Edén.
De nuevo, el pasillo detrás de la pared de plástico transparente. Y de nuevo los carteles que hacen propaganda a productos autóctonos, entre los cuales uno o dos se salen de la regla haciendo publicidad a cierta marca de jeans no convencional. Pienso que tal vez haya llegado un virus demoníaco a la Tierra Santa, mas son elucubraciones de mi mente que ya no es capaz de razonar. Siento una sensación de dolor inigualable, un cuchillo que me corta la garganta y que me dice “llora por lo que nunca fuiste, por lo que nunca hiciste”… Dicen que esto del cuchillo en la garganta sucede a todos los que hemos dejado este lugar. Dicen también que es difícil volver a tocarlo sin probar el ardor de la tierra bajo nuestras plantas, pues estamos condenados al extrañamiento.
Yo, a decir verdad, estoy harta de historias de amor y odio y me rehúso a cruzar el umbral hacia las tinieblas con un cuchillo en la garganta. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer que el Creador, no sabemos por qué, no pudo haber pensado en un suelo más fértil y febril al mismo tiempo, en el cual crecen los árboles por las avenidas y ninguno se ocupa de guiar sus ramas. En el Paraíso, en verano llueve a voluntad y de pronto escampa. Entonces, todo se seca en un abrir y cerrar de ojos. Y luego se siente el olor del monte y el toque del tambor hecho con la piel del chivo. Te levantas o te acuestas con el sudor en el cuerpo, y te puedes duchar durante todo el día que nada resolverás con eso. Hay una mascota oficial, la cucaracha, palomas mensajeras, ron y gualfarina. Y hay frutas divinas, todas las que quieras, todas las que puedas pagar.
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Filosofando: Tiempo de paz.




Por Astarté.
León, España.

Dicen que las guerras son las principales protagonistas de la historia. Quizás así sea. No cabe dudas que muchos episodios, de los cuales la humanidad puede retenerse hija, están relacionados con grandes y pequeňas batallas. Si vemos bien, la dialéctica del marxismo puso al centro de sus leyes esa de la unidad y lucha de elementos contrarios... Sin contradicción, la espiral llamada “desarrollo” no sería concebible... Solamente polos contrarios pueden generar la energía y todo lo demás que ya sabemos... ¡Pero las guerras no me gustan! “Guerra” me parecen un concepto detestable y hasta arcaico. Un día, por ejemplo, mis vecinos se fajaron a matarse. Eran las diez y media y el barrio ronroneaba aún bajo los efectos de la brisa matutina. La cortina de gasa se mecía, lentamente, a contraluz. Y el aroma del café embraigaba mi cocina bajo la cálida sonata del silencio, entre helechos y húmedas paredes. Entonces, todo aquello se rompió con los gritos de Manuela...

Luego, llegaron los demás, a ver qué sucedía... Y la sacaron con la cabeza rota, sangrante. Él, nervioso, temblaba. Se lo llevaron para la estación de policía y lo soltaron a las dos horas. La hija vino de la escuela y encontró la casa repleta de vecindario. No sé por qué el verano enciende el fuego en las mejores familias... Las guerras no me gustan, repito. El aňo pasado gané un concurso de poesía, en el que también entraba en contienda una vieja amiga. Y ella, desde entonces, no me habla. La envidia genera conflictos de intereses; eso es algo que sabemos bien... Y la amistad, sentimiento de altos vuelos, acaba esfumándose como el humo en medio de un vendaval. Traté de explicarle que una mierda de concurso, que no daba ni dinero ni grandes glorias, no podía ser la causa de una ruptura del género. Pero ella, usando en mi contra celos de la infancia, se alejó de mí, proclamándose desde entonces como mi mayor enemiga. Igual, más o menos, me sucedió en la oficina con mi jefe. Claro, eso fue por razones de molestia sexual...

Fue en tiempo de guerra cuando regresaste de tu largo viaje. Estabas lleno de ilusiones. Tus ojos tenían un brillo nuevo que anunciaba el final de nuestro idilio. Y te fuiste esa misma madrugada... Al día siguiente, el jarrón del mueble del hall, recuerdo de papá, cayó al suelo haciéndose aňicos... Era como si un fantasma me anunciara que un período de grandes batallas estaba por cerrar su ciclo. Y así fue. La paz sobrevino de golpe y llenó el corredor de humedad y silencio. Demasiado silencio...

Hoy mis vecinos no viven ahí, donde antes. Se mudaron. Y se llevaron hasta la cotorra que repetía improperios día y noche. Ya no tengo amigos, ni tampoco jefe. Ahora me dedico a cuidarme de esos que se llaman “enemigos”. Y evitando contactos demasiado estrechos apenas salgo de mi casa. Y tú, desde que te fuiste, te llevaste la llave de mi pensamiento. No te he vuelto e ver. Dicen que las guerras son las principales protagonistas de la historia y puede que así sea... Yo amo la paz pero... ¡Coňo!, ¿por qué tanto silencio? ¿Será que para ser un ángel hay que estar a la sombra del maldito recuerdo?

lunes, 24 de septiembre de 2012

La divina.




Por Astarté.
León, España.


“Pienso que el mejor modo de rendirme honor es acogerme en el corazón (sucede dondequiera y con frecuencia) y dejarse guiar por mis consejos en cada pensamiento y acción”.
Erasmo de Rotterdam
El elogio de la locura.



Bueno, es que por lo visto, hoy te levantaste con uno de esos malos momentos, que en sus buenos tiempo los críticos del arte hubieran llamado belleza decadente. Vale la pena verte las greňas al viento, la cara grasienta, verdadero asco de figura, para darnos cuenta de que te has abandonado a las redes del olvido. Y tu estado fatal me importa, claro que sí. Porque yo te hice reina y gracias a mí llegaste al trono de los ángeles. Y ahora me pagas con este apecto de grima... Ya sé que el lunes no es buen día para nadie. Después de un domingo, tendría que venir un sábado para ser felices. Nos asalta, sin embargo, el lunes de mierda. A levantarse, te guste o no. A tragarse un buche de algo, te guste o no... A joderse, aunque no te guste la idea. Eso, por supuesto, no impide que nos peinemos, nos lavemos la jeta, nos vistamos como hijos de buena familia y salgamos a buscar la fortuna que nos toca. Y ésta, si llega, bien. Si no, qué le vamos a hacer... Recuerda lo que decía mamá; eso de A mal tiempo buena cara... Ayer, por ejemplo, vi que la vecina se asomó al portal para saludarme. ¡Vaya asombro el mío! Es que no lo hacía desde que la hija se fue con el marrano del bodeguero. No tenía el coraje de asomar la nariz para saludar a la gente. Y ya ves, se cambió como el viento. Algo estará tramando y busca el consenso del vecindario, digo yo. Y para salir al portal a pasar por cordial y afectuosa se pintó que parecía una postalita de Vanidades... ¡Ay, niňa!, que el hábito hace al monje no te lo tengo que decir. Lo que me extraňa de todo esto es que tú, sabiendo que hoy es el Día de los fieles dementes te portes así, indiferente ante la vida que pasa y no te pregunta qué deseas comer de postre. Mira, que al final, a pocos interesa si comes o no. Entonces, ¡péinate al menos, linda! Tira afuera la raya que empata tus senos bajo el escote pronunciado. Declárale la guerra a las hormigas y vuélvete ave de rapiňa, que hay presas por doquier y espacio para la caza. Móntate en la grupa del que más te guste, salamera y puta como gata en celo. Recuerda que cuando Dios inventó la luz, lo hizo mirándote de frente, corazón. No te acoquines, no te amilanes... Quítate las bragas y lánzalas al viento, para que todos vean que eres hembra. Hoy es lunes... ¿y qué? Lo mismo si fuera sábado o domingo. Dile a los incrédulos que la fiesta no se ha terminado aún. Que hay baile para todos. En fin, no me defraudes ahora, cuando más falta me haces. Tengo que salir, belleza. Terrible y altanera tengo que salir. A liar almas en pena. Me sirve tu fuerza de carácter. Tu espíritu gitano. Tu sangre y tu cuerpo de luna de plata, niňa maldita, divina locura...

domingo, 23 de septiembre de 2012

Filosofando: La imagen de mi ciudad.





Por Astarté.
León, España.


Si el desdoblarnos fuera perceptible, podríamos ver, al menos, las dos perspectivas de nuestra personalidad, ambas caminando de la mano: una blanca, la otra negra; abanicándose entre ellas múltiples perfiles de matices que van entre el blanco y el negro: claro y oscuro: claroscuro a veces...

En 1959, la actriz Joanne Woodward gana un Oscar, gracias a la interpretación de un personaje de mujer con triple “fachada”; el más famoso en la historia del cine: Las tres caras de Eva (Eva White, Eva Black y Jane  como ejemplo clínico de personalidad múltiple). Narciso, engendrado en la unión de una ninfa del lago y del dios del río, muere perdidamente enamorado de su propia silueta, tras comprender la imposibilidad de hacerle el amor al reflejo de su belleza. La reina, en la fábula Blancanieves y los siete enanos, le pregunta al espejo mágico (en modo de confirmar el poder de su vanidad) si es ella la más bella entre las bellas. Al final, el espejo, fiel a la verdad, no le puede mentir: no lo es. Los espejos no nos mienten aunque eso creamos...

Y bien, desdoblamiento, narcisismo, egocentrismo... ¿Cuál de estos será el móvil para deslumbrar al viajero que pisa tus calles, querida Habana? A ti regreso (siempre que puedo...). Y siempre me equivoco al querer buscar tu real cara de Eva. Luego, Narciso me llama a tus aguas; me enamoro de tu cuerpo. Termino por lanzarme a la quietud de tu lago y, al final, le pregunto al espejo de tus calles si soy la más bella entre las bellas... Pero las piedras, que no mienten, me dicen que no. Y  al final no llego a comprender quién diablos somos, ni tú ni yo... Dando tumbos  a través de un espacio que se vuelca desde el interior de callejones destruidos hasta llegar a plazas engalanadas para una fiesta. Con las mejillas enchapadas de colorete, ruborizadas por tenerle que mostrar tus lindas tetas mulatas al turista curioso, te bastan pocos pasos para la trasformación, en 180 grados, de tu imagen. Y es impresionante el perfil deforme de tu personalidad múltiple. Bastan pocos metros y no entenderemos quiénes somos, ni por dónde vamos.

Por fortuna, nos quedan vivos los sentidos. Y el perfume de canela que inunda tus calles es inconfundible. El humo caliente del majarete, del arroz con leche... Las natillas que emanan el recuerdo de lo que fuiste, de lo que eres y de lo que serás...

¡Y menos mal que existieron las abuelas!... Luego, el sabor del limón con hierba buena. O el picante, al paladar, de los tamales envueltos en las tiernas hojas. Y para terminar, el sonido de la lata y del cajón, el ritmo del barrio, el toque a Shangó que cumple sus promesas. En fin, que cierro los ojos, Habana, para no ver tu personalidad reflejada en el espejo del tiempo. Es mejor olerte, saborearte y escucharte. Es mejor tocarte a tientas, como hacen los ciegos, para no perderme entre la White y la Black, tanteando mi vida entre las luces y las sombras del vacío que no soy.

Relato contado por una vieja amiga.


Bueno, queridos lectores, no siempre es Astarté quien cuenta sus historias. Esta es una de las historias que Astarté no cuenta... (a veces huelgan las palabras...)



 La posesión.


(Relato contado por una vieja amiga).
 La posesión.


La muñeca.

Tuve de niña una muñeca a la cual puse el nombre de Lidia. La prefería entre todas por su pelo negro y dócil, aparentemente natural. Y se llamaba Lidia por mi maestra de cuarto grado, también de pelo negro y dócil, natural (casi del todo, digo yo, por eso de los tintes y de los peluqueros). De ojos muy verdes, dulce maestra. Murió en el salón de operaciones, por una simple úlcera. A veces los imprevistos nos tocan el hombro sin avisar: la anestesia, el corazón que en ciertos momentos da golpes blandos y en otros contundentes… El infarto sobrevino y también la tragedia.

Mi maestra me había regalado y dedicado un libro del cual puedo decir haya sido la compilación de las mejores leyendas y mitos leídos en mi adolescencia. Una sopa de tragedias de amor diluidas en la sal de apasionadas historias de caballeros medievales y sortilegios de Oriente. No diré qué libro era, pero sí que lloré muchas veces hojeando sus páginas, imaginando la muerte de mi maestra entre tantas pasiones. Era aquél el momento en que perdía a Lidia por primera vez. Y al perderla aferraba definitivamente su recuerdo a la muñeca como imagen. Fue desde entonces que empecé a creer en la necesidad de poseer un símbolo, un deseo de poder tan grande como para ser colocado a tiempo completo en un puesto significativo. Había descubierto, sin lugar a dudas, mi más remoto sentimiento de posesión.

La muñeca Lidia tenía un marido, un muñeco con la cabeza de goma y el cuerpo de trapo inventado por mi abuela cuando los muñecos eran como el oro. Pero no tenía hijos, porque sus congéneres eran todas de su edad y como ella, vestían de pepillas. Por eso no podían ser sus hijas. Esas otras mujercitas de plástico vivían encerradas en el cajón del clóset de mi cuarto. Sin embargo, ¡Lidia sí que tenía una casa propia! Su casa era un precioso apartamento construido en el sofá de la sala. Las reglas de la inquilina eran claras y determinantes: ni siquiera las visitas que recibían los adultos podían osar sentarse en aquel sofá sin su permiso. Y lo mejor del caso era que para tener la venia de entrar en su casa había que traerle regalos, chocolates, por ejemplo. Bueno, eran “cosas de muchachos”. Pero gracias a los tributos que algunas visitas de mis padres tuvieron que pagar a Lidia, logré llenar mis bolsillos de bombones (cuando los bombones eran como el oro…). ¡Pobre amiga mía!, símbolo de mi primera guerra personal contra los usurpadores extranjeros. Después vino lo de la mudada. Ya sabemos que los muchachos crecen, las familias cambian de lugar… El apartamento de Lidia no sé bien a dónde fue a parar. Lo perdí de vista. Evidentemente, eso de ocupar el sofá había dejado de tener la fascinación de antes. Llegado el momento, nos deja de importar todo lo que tuvimos en la niñez y hasta el placer de comer melcocha deviene acto ridículo. Los gustos cambian y también el sentido de la posesión. Nada, que el afán que antes teníamos de poseer un determinado símbolo con el tiempo tiende a materializarse y a ganar una silueta, un peso específico y un espacio. Y es cuando nos damos cuenta de que un símbolo es como un deseo atrofiado. Algo que si nos lo colgamos al cuello, nos pesa, y si nos lo quitamos del cuello, nos hace falta. Por eso, es mejor prescindir de los símbolos y hacerlos regresar al mejor libro de nuestra adolescencia. Me olvidé de todos mis muñecos, también de Lidia, sin saber que era la segunda y última vez que la perdía…

***
La casa.

¿Tienes casa? ¿No? ¿Todavía no? Bueno, yo no tengo la casa de mis sueños. Esa grande, de dos pisos, llena de ventanas de vidrio. Esa con un jardín etéreo donde un sauce llora (y no por hambre…). Con una entrada de autos espectacular; esa que veo cada vez que paso para ir de compras. Esa de la cual me pregunto quién la habita. Esa que no es ni será mía. Silenciosa, tomada por los espectros, siempre muy cerca del mar. Esa que encierra en sus paredes el sabor del salitre y el orgasmo de la rumba de los reyes africanos, porque es ritmo y magia, qué se yo. Está encantada. Esa en donde no quisiera entrar, pues sé que si entro no podré salir de nuevo. En fin, que yo sé muy bien cuál es mi símbolo de casa. Lo llevo colgado al cuello y lo escalo y lo penetro con la fuerza del falo poderoso. Pero no es mía; es decir, no he llegado nunca a poseerla. La deseo cada vez que voy al supermercado. La anhelo. Pero no es mía. Y me pregunto por qué no es mía. Me detengo de frente a su silueta de puta para grandes ocasiones. La miro. Construyo una barricada y me escondo para ver si veo salir al todopoderoso que la posee. Y no sale nadie. ¿Por qué no es mía esa casa? Porque es de otro, o de otra, o de otros. Pero yo la quiero. Y es que en este mundo hay dos categorías o modos de posesión: la de los que tienen “de verdad” y la de los que quieren tener. La segunda es la peor, porque genera envidia y no por nada más que eso. Claro que contra la envidia hay potentes antídotos, pero son también inaccesibles. ¡Dios nos libre de la envidia! Mi madrina me explicó que la envidia nos rompe el alma y nos mete los muertos encima y que es como una enfermedad contra la cual existe una cura, que es la misma que se usa para sanar a los enfermos: despojarse con escoba amarga y maíz tostado. Yo ya he probado y nada… La envidia me está matando. Sé que los muertos me poseen y que me están empujando a hacer cualquier cosa para tener esa casa.

***

El propietario.

Entre mis antepasados había un gallego dueño de un palacete. El tal pariente, gordo y bugarrón hasta caerse para atrás, era un comerciante de vinos que había hecho algunos cuatrines dándole el culo con altos intereses a ciertos clientes más que con los vinos. Un día se empató con un tal Cristóbal apostador de carreras de caballos. Y Cristóbal, tal vez porque estaba cansado de girar por las ruedas de maricas desplumados sin lograr una vida estable, decidió proponerle a mi pariente una especie de matrimonio. La pareja vivió feliz por mucho tiempo, hasta que Cristóbal murió, dicen que de apendicitis. En fin, que el gordo de los vinos se cargó de repente con una fortuna y la invirtió en la casa. Hoy, lo que otrora fuera el palacete, reluce en la ciudad como policlínico dental. Eso es para que tengamos una idea de que, al final, las casas no tienen ni nombre ni dueño. ¡Y bien! Quizás sea esta una buena razón para luchar por obtener la casa de mis sueños, que no es de nadie, aunque esté habitada. La posesión es, en tal caso, relativa.

Mi plan era el siguiente: buscar los documentos de la propiedad de mi pariente; es decir, el título del palacete, y luego recuperarlo. No porque quisiera yo esa casa-policlínico destartalada, sino porque quién sabe, dependiendo del valor que tuviera la podría cambiar por la otra, la de los espectros… Un lío, ya lo sé.

Era una oficina… un establo… Bueno, era un lugar que daba grima. Hasta allí tuve que llegar con un facsímil del testamento que el gordo bugarrón de los vinos había dejado a una tía de mi madre, ésta también “pasada a la historia” no se sabe desde cuándo. En aquel puesto ocre todo olía a materia en descomposición: archivos desvencijados expelían un ácido que la alta temperatura del verano terminaba por convertir en vapor. La mujer que me atendió mascaba chicle. Un ventilador Westinghouse de los años cincuenta le revolvía el moño desde el falso techo.

—Pero esto no tiene ningún efecto legal… Este documento lo puedes llevar mejor al archivo nacional como cosa histórica…
—Como cosa histórica… ¿de valor?
—Bueno, no sé si de valor, pero la verdad es que hasta la caligrafía es de otra época y no hay ni quien la entienda ni nada…

¿Hasta qué punto debía insistir? Claro que eso de tener en mis manos un documento histórico no estaba del todo mal. Pero lo de la herencia de la tía de mi madre era más importante. A veces las ideas descabelladas resultan ser las mejores.

—Insisto. Si miras bien el testamento, verás que no fue nunca hecho valer.

La mujer del moño hizo una mueca.

—Por casualidad, ¿eres abogada?
—Bueno, más o menos…
—Te pregunto, pues tú sabes que para abrir legalmente este testamento tendría que comparecer ante un notario la heredera, esa señora tía de…
—… de mi madre. Claro. Pero es que esa persona está muerta. Y…
—¿… Y…?
—Estoy yo en su lugar, que soy la sobrina-nieta, heredera de la tía de mi madre. Y para demostrarlo, traigo otro documento en el que mi tía-abuela deja escrito que yo soy su heredera universal…

Todo inútil. Pasaba siempre para ir al supermercado donde, ¡total!, nada compraba. Y veía la casa. Cerrada. Silenciosa pero viva. Linda como un sol. Mi casa que no era, ni sería mía. Según la experiencia vivida, nos damos cuenta de que los documentos son sólo cenizas cuando nadie los toma en serio. Ni siquiera en el archivo nacional me miraron el testamento del gordo. En fin, que no sirvió para nada. Y mi pregunta seguía siendo: ¿por qué no puedo tener la casa de mis sueños? Era una pregunta obsesiva, claro está. Pero también me preguntaba quién le habría dado el poder de posesión a su dueño. Y ese era otro tipo de pregunta, ya no tan obsesiva como inquisitiva, y más que inquisitiva, acusadora. Sí. Y fue entonces que me paré en el medio de la acera y grité: ¡Yo te acuso en nombre de la ley del deseo; esa que hace a todos los hombres iguales…! ¡Yo te acuso por tener lo que seguramente no te has ganado, ni has heredado…! ¡Que no es tuya, como tampoco es mía…!

Un hombrecito bajo y de piel color aceituna salió de la casa con las llaves del auto en la mano. Abrió el garaje con un pulsante electrónico y entró. Sacó un Mercedes en marcha atrás. ¿…Y tú quién coño eres? Nada más simple de explicar: En las últimas décadas la ciudad se había llenado de un número no indiferente de casas habitadas por espectros, de las cuales citamos dos categorías principales: las que están habitadas por “vivos – muertos” y aquellas en las que hay “muertos – vivos”. El hombrecito oliváceo pertenecía a la segunda categoría de inquilino. Era un extranjero residente en mi país, de cuya actividad laboral y vida privada no podríamos decir mucho. No sabríamos nunca quién era y por qué vino, aunque podríamos haber imaginado tantas versiones. Entraba y salía de la casa como un supuesto fantasma, por eso yo lo tenía por un “muerto – vivo”, o mejor dicho, un vivo que pasaba por muerto para no tener que darle explicaciones al mundo circundante. A la otra categoría pertenecía, por ejemplo, nuestro pobre jardinero; un viejo muerto de hambre (por eso, un “vivo – muerto”). Vivía solo en el cuartucho de un solar. Y se murió también solo. Lo descubrieron los vecinos al notar que el viejo no había salido de su cuarto desde hacía tres días. Pero bueno, esa es otra historia.

Estuve quince días montándole la guardia al oliváceo. Me parapetaba detrás del muro que delimita el supermercado, al costado de la casa de mis sueños. Ya me habían pedido el carné de identidad dos veces. Pero nadie me podía impedir que me sentara en el quicio de la escalera que sube al departamento de “Oportunidades”. Me sentaba porque estaba cansada y tenía fatiga, así le decía a los de la seguridad. ¿Sería casado o soltero? ¿Tendría hijos? Y mientras tanto vigilaba al extraño, sin prisa. Nadie sabe nunca lo que puede suceder. El hombrecito extranjero podía no regresar… Pero siempre regresaba. Hasta que un día no lo vi salir o entrar de nuevo. A decir verdad, a partir de entonces no volví a ver a nadie más entrando o saliendo de la casa. Pienso que, tal vez, toda aquella imagen de mansión al vacío tuviera una simple explicación: los espectros no tienen planes de vida, no hacen programas, ni tienen vacaciones ni días de trabajo. Y si se mueven, es porque la noria los obliga, al menos, eso dicen por ahí...

***

El símbolo.

Sigo montando guardia, quizás ahora mucho más a mis sueños que a la casa. Por un momento he llegado a creer que hay un número infinito de la casa de mis sueños, todas en la misma calle. Todas con jardín con sauces y enredaderas de campanas. En aquella de la esquina, por ejemplo, hay un dálmata tras la verja… En aquella otra hay un columpio blanco, también tras la verja. Están todas entre rejas y tienen antenas parabólicas gigantes que parecen radares más que otra cosa. Son todas ellas “casas – símbolos” de colores varios, igual que en la canción que una vez escribió el poeta chileno: Hay rosadas, verdecitas, blanquitas y celestitas… Y es que acabo de descubrir que la posesión no me apuñala desde afuera, sino desde adentro. Es la envidia, como dice mi madrina que tanto sabe de esas cosas. Es la envidia que no me suelta, ni con escoba amarga, ni con ninguno de los mejores “amarres” que ya me han dicho. Dicen que tengo que “amarrar” al dueño de la casa para poseerlo y luego eliminarlo. Pero el “amarre” consiste en una receta estrafalaria que dice así: “Se consiguen unos vellos de los genitales de la persona y pedazos de uñas. Las uñas se muelen hasta hacerlas polvo. Luego, se busca una mata de platanillo y se abre la cebolla que ésta tiene en su raíz, se le introducen los vellos y las uñas molidas y después se vuelve a sembrar. Así se amarrará al sujeto”. Asquerosa y demasiado difícil la recetita. Y al final, ¡no vale la pena! Igual da, te condeno eternamente, aunque no sepa quién eres. Lo peor es que los símbolos nos pesan demasiado si los llevamos al cuello, pero si nos los quitamos, nos hacen falta.



viernes, 21 de septiembre de 2012

Historia de un cuadro de amor pintado a mano alzada.




Por Astarté.
León, España.

Tengo que contarte, vida mía, una historia, tan inverosímil como cierta. Son de esas historias que frisan en el tiempo de las simples leyendas, en las cuales los protagonistas son triángulos, círculos, figuras geométricas en el sentido más amplio de la palabra geometría. Bueno, lo de geo es por aquello de querer siempre imaginar que el contexto tiene algo que ver con la tierra como espacio… Pero digo yo: ¿es que no hay, acaso, rombos en el cielo?... La constelación de Virgo, por ejemplo. Busquemos una mínima información y la veremos allí, opulenta, espléndida, entre Leo y Libra, en perfecto equilibrio: fiereza y misura. Mujer zodiacal que ilumina el cielo de los cultivadores de trigo, cada amanecer, con la obsesión de una estrella denominada Espiga por los campesinos medievales. Claro, queden en su casa los astrónomos, haciendo cuentas con la física cósmica. Yo solamente te quiero contar, amor mío, la historia de un dibujo astral. Fue diseňado a piceladas incompletas por un ángel, pícaro, ebrio como el mejor postor. Está pintado a mano alzada, ya sabes, sin proyecto alguno que le sirviera de modelo. Más o menos, la historia dice así:

En la constelación de Virgo, un buen día, nació un árbol. Y de entre frutas y flores de todas las especies terrestes y celestes un elemento, de extraňa figura, cayó; no por gravedad, claro está. Newton fue un pobre ser humano que no habló de cosas que caen del espacio infinito donde viven los ángeles. Y bien, el raro cuerpo llegó a nuestro oscuro planeta con el sol de abril. Espiga, esa estrella de Virgo, salió por vez primera a gobernar el mundo mineral terrestre. Y un espermatozoide gravitacional germinó, entonces, en el mágico territorio del hierro y de la fertilidad. Y nació el amor. Y en el silencio del alba pasó un ángel y vio la escena. Dicen las malas lenguas que se trataba de un ángel caído, quién sabe de dónde. A veces, ángeles y cuerpos extraňos caen al mismo tiempo y del mismo sitio... El caso es que el ángel, ebrio como estaba, se creyó discípulo de los grandes maestros. Pincel en mano, y sin reparar en los remilgos de príncipes moralistas, inició a pintar un círculo, del cual ideó un cuadrado y luego un triángulo. Era algo así como la refiguración de un ser primario, sin identidad. Brazos, piernas, corazones germinaron pues... Dos caras se unieron en la misma abreviatura de un beso interminable. Y dos cuerpos surgieron de la extraňa figura (¿geométrica?)...

¿Sabes, amor? Los sueňos son extraňos. Casi siempre comienzan como historias y terminan en deseo. Quién sabe si aquel ángel, repleto de locura, quiso pintar un acto de pasión y no supo cómo hacerlo... Quién lo sabe... Pero, ¿qué nos importa? Te amo. Me amas. Y eso es suficiente. Escribamos, entonces, el epílogo. Que aquel ángel, borracho como estaba, duerme y sueňa todavía. Como un hombre. Como tú.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Filosofando: Casualidad Vs pesimismo.




Por Astarté.
León, España.

Que la pimienta dulce pudiese ser utilizada como poderoso repelente contra las hormigas fue algo descubierto así, “en modo casual”, por mi padre. Recuerdo que en aquel tiempo tenía yo la manía de inventar receteas. Y digo esto de “inventar” a pesar de saber muy bien que la pimienta dulce, usada en cocina (por ejemplo, para adobar un pollo), no es obra de grandes olimpiadas científicas. Las palabras pueden ser usadas (y de hecho lo son) para creernos (o hacer creer) que somos lo que queremos ser y no lo que somos en realidad...

El descubrimiento de mi padre, sin embargo, fue genial (¿y casual?...) ¡Eureka!: Expresión de un buen tío que un día de calor descubriera que cada cuerpo tiene un lugar en el espacio, justo cuando se disponía a entrar en la baňera de su lúgubre cuarto de aseo personal. Al menos, es esto lo que cuenta la leyenda. Lo cierto es que, de tal anécdota, podríamos llegar a la conclusión que el buen Arquímedes se baňaba algunas veces, o por lo menos, de vez en cuando en su vida. Y con respecto a lo que contaba antes sobre la pimienta dulce... ¡Ja!... Regar ingredientes sobre la meseta de nuestra cocina, más que arte de desordenados, bien podría llegar a ser concebido (¿y por qué no?) móvil para la experimientación científica. Mi padre, que era un genial observador, vio que las hormigas desviaban su ruta rectilínea, sólo por evitar aquellos desparramados granos del mencionado producto natural, “des-cubreindo” así sus propiedades insecticidas.

Y bien, ¿qué es entonces la casualidad? Hay quien dice que no existe, ni como categoría, ni como hecho. Los llamados “pesimistas”, por ejemplo, niegan totalmente sus posibilidades de existencia real. En tal caso, no tenemos que llegar a pensar que un ladrillo caído de un techo en construcción nos ha roto, funestamente, la cabeza en modo casual y por desgracia. Porque, aunque no hayamos tenido en cuenta esta posibilidad, nosotros íbamos necesariamente a pasar por esa calle; el ladrillo tenía, necesariamente, que caer... Y la rajadura craneana (o la muerte como consecuencia en el peor de los casos) son nada de haberse podido evitar: era ese nuestro día de subir al reino de los cielos para sentarnos a la diestra del Seňor. Fin de un programa de vida. Fin de una de las vidas...

¿Y cómo definir, entonces, la necesidad? Todo sucede para bien, decía mi querida bisabuela. ¿Todo está previsto? Volvamos a Arquímides (entrando en la baňera) y a mi padre (entusiasmado ante el cambio de ruta de las hormigas en la meseta). El antiguo genio griego (y lo de “genio” se lo doy por su enorme capacidad de observar y sacarle partido al juego universal del Cosmos) y mi padre son, en tal caso, una y la misma persona en el acto de observar pequeñas piezas de un engranaje que llamaremos “divino” (por denominarle de alguna manera): Leyes entreveradas en condiciones aparentemente casuales. ¿Por qué enfurecernos, pues, al perder el avión por retraso del taxi hacia el aeropuerto?

Jerigonzas del tiempo y del espacio en sus infinitas nupcias. Todos y cada uno de nuestros actos son, tal vez, no más que puntos de una línea suspensiva. Pero continŭus, línea al fin. Y entonces... ¿nada de curvas? ¿No existen? ¿Son ilusiones ópticas?... ¿Nada de precipicios? ¿No existen? ¿Son, solamente, calles rectas que nos unen al vacío? ¿Y el vacío? ¿Nos lleva a algún sitio? Y bien, seamos pesimistas, por qué no...  Recordad que, llamémosno o no como queramos, las palabras, como tal, son parte del juego de tantos iconos que, en esta vida,  nos atan a un barco en  quietas aguas. Y que nos perdemos en el camino, sobre todo, cuando queremos “no ser hormigas” por creer que “siendo hombres” hemos “des-cubierto” la mejor manera de salvarnos como seres errantes. Claro está, podríamos también ser optimistas y jugar en el tablero del por nosostros inventado “azar”... Igual da, siempre que consideremos (y muy en serio) la necesidad de continuar por el camino que los humanos, constructores y responsables del propio destino, nos hemos ya trazado antes de tocar puerto en este mundo real.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Impotencia: la fuerza del poder.


"La gente odia los genios, detesta una cabeza vieja sobre unos hombros jovenes",Erasmo de Rotterdam.




Por Astarté.
León, España.

  "Incluso en el trono más alto, uno se sienta sobre sus propias posaderas".
   Michel de Montaigne


Hace algunos aňos, cuando todavía el optimismo más elemental cosquilleaba mis sienes y era una impetuosa estudiante que, por cierto, pocas huellas dejara a su paso por la universidad italiana, me convertí, sin saber por qué, en leader de mis condiscípulos. La anécdota, muy simple: Inciábamos un curso de teatro shakespeareano en literatura inglesa. El aula, no adecuada para el amplio número de matriculados, no daba abasto en puestos para cada alumno, razón por la cual muchos tendríamos, o que presenciar la conferencia de pie (haciendo malabares para tomar notas en el aire), o echarnos por el piso, en sesión de meditación hinduista, con las piernas en posición de loto. Sin grandes objeciones, muchos de los allí presentes escogieron la segunda opción. Por mi parte, observaba el piso mugriento, incómodo y (¿por qué no?), hasta cierto punto, innoble para seguir la lectura de un drama circunscrito en la era de Gloriana, the Virgin Queen. Fue entonces que irrumpió la tragedia cósmica al centro de mi ingenuidad, al no transigir en materia de derechos robados, alzando la voz: “¡Pagamos un impuesto por estudiar en esta institución! Y bien, no tengo la menor intención de usar mis pantalones para limpiar el piso cuando me toca, irrevocablemente, una silla en esta aula...” ¡¡¡JA!!!... Un aplauso ensordecedor anegó el recinto... “¿Conque aquí tenemos la leader del curso?”; la sonrisa sardónica de la docente se clavó en mis atónitas pupilas, mientras el “pueblo de seguidores” continuaba aplaudiendo al espectro de mi más humilde desventura. Mi involuntario liderazgo me llevaba al patíbulo de los santos inocentes, pues al dar el examen, tendría que haber sido estrella en lengua inglesa y recitar varias escenas  del Otello, recordando el texto y sin mirar la traducción, para no caer en desgracia. Bien, en perfecto italiano, no habría más que evocar el tan citado proverbio popular que dice: La vendetta è un piatto che va servito freddo... Pues desde el púlpito del poder, la sed de venganza de quien decidiera en aquel instante mi suerte académica arremetió contra mi condición de leader, representante de no se sabe qué categoría de secuaces. Al menos, la muerte de Desdémona por venganza, estrangulada por el moro de Venecia, tenía por causa una poderosa razón: los celos, el amor ciego y descomunal, la pasión...
Desde aquel entonces, algo me hizo reflexionar sobre la impotencia como la cara escondida de lo que llamamos potencia o fuerza del poder, valga en tal caso la redundancia implícita en la frase. Y es que la anécdota del leader que no quería limpiar el piso con sus pantalones, nos podría conducir a una simple conclusión: la impotencia del “poder ser” está en el “no poder hacer”. De nada vale tomar parte en la batalla cuando sabemos, de antemano, que nuestra espada no puede triunfar contra los dardos enemigos. Los dardos son armas de largo alcance, mientras la espada, reina de la mitología y de la épica, tiene que ser usada con valor, pero metiendo por delante el cuerpo y la vida. Queda a vosotros, mis queridos y sabios lectores, la elección de qué arma usar para defenderse del poder. Por experiencia, puedo solamente afirmar que el don de los poderosos es efímero, como efímero es nuestro paso por este mundo. Al mismo tiempo, claro está, los efectos del poder, aunque efímeros, son aplastantes. Tan aplastantes y asquerosos como la caricatura de un homo sapiens en cuclillas.

Sexo.



Por Astarté.
León, España.

Pero me escondo detrás
De eso que sientes pero que no das
Pero te miro a través
De eso que escuchas pero que no ves
Pero te bebes la  miel
De eso que tocas pero que no es piel
Pero con sexo te di
De eso que tengo pero que perdí
Pero me abraza el placer
De eso que eres y no puedes ser
Pero me escapo al final
De eso que duele pero que no es mal.
Tú.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

SI TENEMOS PACIENCIA HABLEMOS DE INTUICIÓN.




Hace años, cuando era muy joven y llevaba el pelo muy largo y rizado, tipo melena de león (como se usaba a mitad de los '80), estaba esperando el autobús en Avenida 19 esquina a 64, Playa, La Habana. La calle estaba desierta, no pasaba ni el susurro del viento y la calma tocaba el hilo de la paciencia de cualquier ser viviente, imaginemos cuánto no tacaría mi sistema nervioso. Cuando de repente, a lo lejos, vi que se aproximaba un camión abarrotado, estampa muy común en nuestra ciudad aún en nuestros días. No sé si era que ya estaba predispuesta a concentrar mi pensamiento en mi propia imagen desolada, pero lo cierto es que en aquel instante pensé: “Los que vienen son hombres, trabajadores que van no se sabe a dónde...Y cuando pasen, me gritarán: “¡LEONAAA!...”, por aquello del pelo, digo yo... Y los hombres del camión pasaron y me gritaron: “¡LEONAAA...!”. Yo no reaccioné. Me quedé tal y cual, sin extrañarme de nada, pues estaba esperando el grito de “leona”. Sépase que nadie me había llamado en ese modo anteriormente. Minutos más tarde llegó el autobús. Me monté y continué mi camino, sin olvidar jamás el grito de mi mente, que era el mismo de los hombres del camión. ¿Una anticipación mental a los hechos materiales? O más bien, imaginé que me estaban gritando cuando, en realidad, los hombres pasaron en silencio... No lo sé, ni lo sabré jamás. Todo quedó como un secreto entre mi mente y mi cuerpo. Fue como mirarse en un espejo con efecto adivinatorio.
Ya sé que hablar de intuición o de premoniciones o de cosas del género es algo que no interesa a muchos. Hoy la certeza, vista como fenómeno de demostración matemáticamente hablando, es lo que está a la orden del día. Nuestro tiempo, tan cargado de crisis económicas, de incertidumbre, de pesimismo, etc., no acepta esperar camiones con hombres que griten lo que ya has pensado que te gritarán, porque es tonto esperar. Nadie espera, ni siquiera tú, ni siquiera yo, que es mucho decir. No obstante, yo insisto y hablo de intuiciones. Total, siempre habrá una hormiga esperando que caigan las moscas muertas del techo para cargarlas a su hormiguero. Esperar duele, pero no mata.
Nuestro Diccionario de la R.A.E. nos indica la etimología de la palabra “intuir” en el latino intuēre, con el significado de “percibir íntima e instantáneamente una idea o verdad, tal como si se la tuviera a la vista”[1]. En otras lenguas como el italiano, por ejemplo, la traducción del citado término latino se realiza como “guardare dentro”  ‘mirar interiormente’ (in- tuēre)[2]. Y mientras que diccionarios etimológicos nos sugieren la relación entre “intuir”, “tutela”, “tutor”[3], otras fuentes, quizás lingüísticamente menos confiables, pero siempre interesantes, definen el término “intuición” como “un’immagine riflessa in uno specchio”[4], relacionándolo con el mito griego de Psique y el Amor (alma humana).
Apuleyo en La Metamorfosis cuenta la historia del amor entre Eros y la bella Psiche, la cual se había casado con el dios, pero con la condición de no hacerle preguntas sobre su identidad (amor a ocultas, amor ciego... ¿Amor a ciegas?...). La envidia, sentimiento tan fuerte como negativo, condujo a Psiche a violar su pacto con Eros, cuando sus hermanas la incitan a sorprender a su marido mientras dormía iluminando su rostro, haciéndose luz con una antorcha de aceite. Fue entonces que una gota del combustible cayó en el rostro de Eros, el cual, enfurecido, rompió la relación de amor con su ingenua amada... En fin, la joven esposa, renegada, viene condenada por Afrodita a realizar cuatro sacrificios, entre los cuales, el sacrifico de perder parte de su belleza. Y para recuperarla, Psique tiene que bajar al Hades, arriesgando la propia vida, para pedirle a Perséfone el don de la belleza perdida (retorno de la muerte de su imagen física). Todo termina en un “happy ending story”: los amantes vuelven a su anterior status y de esta unión nace el placer, Voluptus, hijo de Psiche y Eros. Hay algo en toda esta historia contada por Apuleyo que, sin embargo, salta a nuestra vista: la anticipación de la historia de amor vivida; primero, en la oscuridad del “no conocimiento”, después, como amor real. Es decir, que nos salta a la vista la importancia de “ver” o “no ver” el rostro del amado Eros para darle un final feliz a la historia de amor.
Hablando de lo que pudiéramos llamar “intuición”, ésta no pudiera “existir” en nuestra mente sin que no se produzca la posterior “certeza” de la imagen intuida, su corroboració racional. ¿Hasta qué punto entonces cuentan nuestras experiencias vividas en la conformación anticipada de los hechos que intuimos? ¿Hasta qué punto el deseo de que el hecho suceda realmente, deseo que se realiza en nuestra mente como anticipación del avenir? Claro, que a decir verdad, yo no deseaba que aquellos hombres me gritaran “LEONA”, ni nada...



[1] Diccionario de la Lengua Española, Vigésima Segunda edición.
[2] Il Grande Dizionario Garzanti DELLA Lingua Italiana.
[4] Scoprire e conoscere l’Astrologia e le arti divinatorie, DeAgostini, Vol. 5.

¿Estamos en viaje de retorno?



Por Astarté.
León, España.

Tengo una pariente (una querida tía-abuela, para ser más precisa), que en el próximo mes de octubre cumplirá la feliz edad de 106 años. Ella es una persona excepcional, extraordinariamente de vanguardia. Hace algún tiempo, en una de nuestras largas y especiales conversaciones telefónicas, me contó que sus amigos jóvenes le hablaban muchísimo de internet y de todo lo que podían realizar en este medio. Y que a su edad, claro estaba, no podía comprender muy bien esta “modernidad”; que su ceguera total no le permitía, ni siquiera, poder ver un ordenador... Pero que, después de todo, había llegado a la conclusión (al menos) de que se trataba de una realidad impalpable, intangible, virtual... Luego, cambiamos de tema. Y nos pusimos a hablar de la fuerza del espíritu y del pasaje de las almas, una vez abandonado el cuerpo, a otra dimensión. “Yo estoy ya en viaje de retorno”, dice siempre mi querida tía-abuela, por creer que ya ha llegado a su límite de existencia real y que ahora está buscando el punto a través del cual, un día, transitará (como en un cono inverso) hacia su otra dimensión.
No se hicieron predicciones específicas de cuándo iniciaría el fin de la era sensorial para dar comienzo a aquella virtual. Ni siquiera el famoso Nostra Damus (créase en él o no como “profeta”)  las hizo, al menos, eso resulta de las tantas interpretaciones hechas al lenguaje críptico de sus versos en Las porfecías. Leyendo un interesante artículo, El concepto de identidad y el mundo virtual. El yo online, de Beatriz Muros[1], me di cuenta de que las disyuntivas de Rusmo (personaje imaginario que prueba a darle sentido a su identidad virtual en modo lógico) son las mismas del ser humano cibernético que somos, en todo el planeta, desde el día en el que nos echamos a andar en el sistema del Global Brain. En fin, ¿al nacer el Cibionte hemos muerto, sí o no?... ¿Estamos evolucionando “globalmente” y ya no “individualmente”, sí o no?... ¿Podemos definirnos todavía Homo Sapiens? ¿O nuestro sistema psicofísico, globalizado por demás, se ha transformado en “otra cosa” de la que creemos conocer?... 
Continuemos por algunos instantes reflexionando sobre definiciones ya establecidas en los libros de las ciencias y de la filosofía. El concepto de Noosfera, por ejemplo, nos indica que, si bien no hubo predicciones exactas sobre la expansión de nuestra identidad virtual, hubo ideas precisas con respecto a la continuidad evolutivo-pensante del planeta Tierra. Vladimir Ivanovich Vernadsky (1863-1945) fue el primero en definir este concepto, describiendo la Noosfera como la tercera fase, sucesiva a la secuencia Geosfera (fase geográfica inanimada en la evolución) – Biosfera (fase del mundo biológico-pensante). Según el científico ruso, la Noosfera nació cuando el género humano inició su “aventura nuclear”. Entre paréntesis, Vernadsky murió en el mes de enero; no vivió lo suficiente como para ver firmar el acta de rendición incondicional de las tropas alemanas (el 8 de mayo de 1945), ni tampoco para ver el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, en agosto del mismo año (hecho que pondría, definitivamente, fin a la guerra). No vio, por tanto, la transformación de su llamada Noosfera en cataclismo. Pero el concepto de Noosfera fue también definido por otro grande pensador, Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), en este caso, anticipándose muchísimo a la actual definición de mundo virtual. Según el teólogo francés, la Noosfera era el resultado de la evolución del pensamiento humano (Noogénesis), y era una esfera virtual, en la cual confluirían, además, todas las inteligencias humanas en su previo tránsito hacia un punto espiritual único (el Punto Omega). Claro, ni la física, ni la teología de la primera mitad del Siglo XX podrían haber imaginado nuestro actual tránsito a una nueva fase de la evolución: la fase de la absoluta soledad informatizada, pero siempre soledad.
En el ensayo de Beatriz Muros, Rusmo (personaje imaginario) intenta frenar la perplejidad que siente ante su incapacidad de auto-reconocerse en la red; estableciendo una especie de paralelo entre la  existencia real y la virtual en el mundo contemporáneo. Claro, sucede que el comportamiento que tenemos en la red es totalmente diferente de aquél de la realidad sensorial. No obstante, también en el mundo virtual creamos hábitos y rutinas (el ser humano se muestra aún como animal rutinario)... Hay también “normas” de lo que debemos o no debemos hacer, de acuerdo con lo que los demás esperan o no que hagamos... Hay una realidad, en fin, tan “social” como la que existe offline. ¿Perder la identidad social y humana? No es ése, por tanto, el problema que me preocupa.
 Vamos a pensar en modo diferente. Vamos a suponer que, online, a fin de cuentas, nuestra identidad no se pierde y que sólo se transforma. Mi terror es otro, éste que existe cuando noto que la mayor parte de mi vida está ligada a esa dimensión virtual que me aparta de mis sentidos. Cuando siento, por ejemplo, que mis amigos, en Facebook, beben cada día junto a mí enteras tazas de café y chocolate sin beberlas; ríen y lloran bajo los mismos efectos (emotivos) de imágenes, canciones, vídeos, organizando encuentros (no reales), casi abrazándonos, mirándonos de frente sin mirarnos... Y es cuando me pregunto qué ha sido de mi yo real... del yo real de mis amigos... del yo real de los lectores de mi blog. ¿Estamos todavía aquí, sobre la Tierra? ¿O habremos ya transmigrado? No lo sé. Y creo que cualquier explicación basada en las ventajas de la tecnología no sería respuesta suficiente. Claro, que mirando a nuestros hijos y nietos, veo a un Cibionte ya totalmente formado, sin prejuicios, sin temores ante el ciberespacio. Y entonces, me doy cuenta de que a nuestra extraordinaria generación, en tantos modos definida, le ha tocado el verdadero tránsito a través del cono espacio-temporal que se invierte hacia otra dimensión. Pues hemos nacido jugando con plastilina y soldaditos de plomo; hemos vivido tocando con nuestros dedos las fotografías y los libros que leemos; hemos aprendido a besar y a hacer el amor sensorialmente. Hemos, en fin, vivido en la dimensión real (que no es ya la de nuestros hijos y nietos) y nos hemos catapulteado, sin saber cómo, hacia las virtudes del virtualismo. Hablemos entonces de transmigración. Porque ya no estamos aquí, como estuvimos cuarenta años atrás. Mi querida tía-abuela tiene toda la razón, pues mira el mundo con una sabiduría centenaria: ESTAMOS EN VIAJE DE RETORNO.